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El lanzador de cuchillos

Queda el odio

Ha pasado un lustro y la libertad que guía al pueblo ahora tiene las tetas de Rigoberta Bandini

El 1 de octubre de 2017, el independentismo catalán lanzó un órdago a la nación española, que salió mal, pero dejó huella. Cinco años después, la Cataluña soberanista, aunque ha perdido fuerza, sigue abominando de España y de sus símbolos, que considera desfasados, retrógrados e incluso poco democráticos, mientras, paradójicamente, considera moderna la exaltación de la identidad propia y los himnos regionales. El desprecio por la bandera de todos contrasta con la veneración cuasi religiosa que profesa a la estelada disgregadora. De la lengua común -la koiné de Cayetana- qué decir: que el separatismo la pretende desterrar implantando una tiranía que obliga a muchos niños a tener un conocimiento deficiente de un idioma hablado por seiscientos millones de personas en el mundo. Y que es, por otra parte, lengua cooficial de la comunidad autónoma de Cataluña.

Para el nacionalismo España es una realidad impuesta, creada artificialmente con el objeto de oprimir a las naciones -Galicia, Euskadi y Cataluña, claro- preexistentes. Un mero concepto administrativo -el Estado-, vacío de ciudadanía y de lazos comunes. La Cataluña del procés es un soufflédégonflé, pero aquella tierra pujante, abierta y solidaria es hoy un lugar sombrío, plúmbeo y decadente, en el que cada mañana se levanta un monumento a la sinrazón. ¡Cataluña, que tanto presumió de sentido común!

Como escribió en su momento Ignacio Camacho, uno de los analistas más lúcidos del panorama periodístico patrio, el éxito del discurso independentista se basó en la creación de una épica colectiva construida sobre mentiras, supercherías, imposturas y artificios emotivos. La apoteosis de la ficción, que llevó a un político oportunista como Artur Mas a auspiciar una consulta ilegal y a un político iluminado como Puigdemont a liderar la mascarada secesionista. Ha pasado un lustro y la libertad que guía al pueblo ahora tiene las tetas de Rigoberta Bandini.

El procés fue una formidable estafa que pudo llegar a cometerse porque durante décadas el nacionalismo careció de interlocutores con los que confrontar su argumentario. En vez de replicar, de contraatacar, el Estado se abandonó a la vacuidad del diálogo, que un dirigente maniobrero del nivel -ínfimo- de Pedro Sánchez ha elevado a la categoría de superstición.

Los protagonistas principales del golpe de Estado del 1-O no dejan de repetir que volverán a hacerlo. A corto o medio plazo, no parece probable. Pero queda el odio. Un odio chungo y puede que irreversible.

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