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Nos enseñaron a perdonar a los demás, pero por alguna razón no aprendimos a perdonarnos a nosotros mismos

Los que en algún momento de nuestras biografías nos odiábamos a nosotros mismos éramos inclementes con nuestros actos: cuando decíamos una palabra inoportuna, rompíamos un vaso, invocábamos de alguna manera al desastre, nos reprendíamos con rabia, la expresión airada en la que se traducían nuestra frustración y vergüenza. Había, no nos engañemos, un componente de vanidad en vernos como los más torpes, los más negados, los más incapacitados para la vida: le otorgábamos así a nuestros movimientos una importancia de la que carecían. Ya que no podíamos descollar entre los ganadores, nos decíamos, subiremos al podio de la infamia, del bochorno, nos coronarán al menos con el laurel, amargo e insólito, de la derrota.

Lo he pensado a menudo: nos enseñaron a perdonar a los demás, pero por alguna razón no aprendimos a ser misericordes con nosotros mismos. Cuenta con mala prensa la edad, esa práctica obligada de cumplir años, pero a mí y a otros compañeros de viaje que conozco nos salvó poder tomar distancia, entendernos, comprobar que no teníamos motivos para situarnos del lado de la escoria. Nos enmarañábamos, de acuerdo, en una madeja de complejos y de inseguridades, pero es en los ríos turbios donde se esconde el oro, sólo la duda y la sensibilidad -demasiado punzante a veces esta última- preceden a la búsqueda.

Lo hablaba el otro día con una amiga: yo ya sabía quién era, me había librado de esa sospecha de ser alguien indigno, se había borrado el estigma que yo mismo señalaba los días que me encontraba con el ánimo bajo. Era, le decía a mi amiga, un hombre con todas sus limitaciones y su tendencia a los errores, pero que también intuía qué modestas virtudes podía ofrecer al mundo. Ya no pesaba el no sobresalir en el conjunto, porque ahora sé que también hay grandeza en la medianía, en este barro falible de lo humano.

Si andan ustedes litigando con sus demonios, si asoma cuando recuerdan sus pasos una mueca de asco, piénsenlo: seguro que las razones para que se amen son mayores que las faltas cometidas. Que si se detienen a observar sus rostros, ese temido reflejo en el espejo, ese mapa siempre lleno de accidentes, la mirada afinada con el tiempo hallará indicios de todo lo bueno que hay en nosotros, y, como un aventurero que deshoja la maleza y se acerca a la esencia, llegará a la generosidad, la nobleza, la esperanza. Ojalá entiendan entonces que son una pieza pequeña pero valiosa de este mundo, que tienen todo el derecho de habitarlo. Ojalá aprendan a quererse, y aprecien el caudal magnífico que albergan, todo aquello que pueden aportar a los otros.

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