La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Demasiados niñatos en la política
Suplico comprensión: no me voy a poder aguantar el arrebato lírico (lo lírico suele estar reñido con lo poético) de escribir sobre el azahar. Entiéndanme, he salido de mañana a pasear, y camino a la orilla –el sol principiando– me han llegado a las narices tales vapores de azahar y su rocío que al punto –me arranco por Safo– “se me espesa la lengua y de pronto un sutil fuego me corre la piel, por mis ojos nada veo, los oídos me zumban, toda entera me estremezco”, y etcétera: efectos secundarios de vivir donde vivimos. Comienzo a pensar que escogí esta ciudad y sus severos rigores de 40 grados a la sombra con tal de sentir físicamente los efectos de sus cuantitos días de primera primavera, a todas luces más imponente que la de cualquier otra ciudad que haya conocido.
No sentir, que no atender a las percepciones y bloquear las emociones y su expresión física, quizá tenga sus ventajas; no sentir nos da sensación –falsa– de infalibilidad, autocontrol y eficiencia. Pero percibir, emocionarnos y dejar que el cuerpo lo manifieste es, sin embargo, el sensor más audaz, nítido y liberador que conozco. Dicho sea, sin distingos, para el gozo y la pena. Clarisintiente, aspiraba a ser Juan Ramón Jiménez. Darnos el permiso de sentir lo que nos quiera traer, por ejemplo, el azahar, nos hace más humanos. Incluso diría que mejores.
Claro que esa apertura entraña sus riesgos. El peligro no está en garrapiñar los recuerdos, sino la formulación de éstos, como es mi caso: vengo aquí y les endiño un artículo-torrija, de lenguaje peguntoso por fragante, como si hubiera una única horma expresiva, la de la sobredosis de adjetivos y rimas de taquicardia. “Sofocón de ternura”, lo llamaría el recién desaparecido Paco Pachón. El sentimentalismo huero, y la falsificación que procura, no está en la raíz de su contenido sino en la forma de pretender pasar a limpio, emborronándolo, lo que sentimos. Mas asumo el riesgo, si hace falta, de resultar cursi y costumbrista. Todo menos cerrarse al azahar que se abre.
En los talleres literarios que tengo el placer de impartir en la Fundación Centro de Poesía José Hierro, acabo de proponer la lectura de los Me acuerdo de Joe Brainard, y la escritura consiguiente de los propios Me acuerdo; esto es, de frases cortas, sin trazas de ínfulas literarias, donde decimos de un golpe y sin florilegios el recuerdo que nos asalta. Algo nos sirve de llave a la memoria más importante, que es la aparentemente intrascendente: una vieja canción o el azahar nos lleva a acordarnos vívidamente de algo. A revivirlo, y a dejarlo dicho con la claridad que trae de suyo. A ser entonces –corrijo– no mejores sino, mejor dicho, más nosotros. En ello andamos, de por vida.
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