¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

Rodrigo de Zayas, un monumento al padre

Marius de Zayas fue uno de esos personajes que apuró la aventura intelectual y vital del siglo XX

Que Diego Carrasco supere su supremacismo del casco antiguo y se desplace a la periferia es algo extraño, pero que, además, lo haga cargando con dos libros de gran formato, factura hermosísima y peso de acorazado Potemkin raya lo milagroso. Quizás, este extraño Bartleby en bicicleta, accedió a viajar al Porvenir ante la vaga promesa de un plato de jamón en Casa Palacios, pero nos inclinamos más a pensar que monsieur Carrasco, caballero a su pesar, era consciente de que debía cumplir con el mayor decoro y celeridad posible el encargo de entregarnos dos volúmenes que son dos tesoros y que ya lucen en nuestros anaqueles con orgullo de blasón.

Recogen ambos libros la memoria gráfica y escrita de Marius de Zayas, uno de esos personajes que apuraron la aventura intelectual y vital del siglo XX: caricaturista, artista, flamencólogo -a él se deben las dos únicas grabaciones conocidas de Felipe de Triana y Rafael Pareja-, cosmopolita, galerista de Picasso, amigo de las más grandes firmas del arte moderno… y padre de Rodrigo de Zayas, un sevillano secreto y vocacional que, desde su Taller Ziryab, realizó un imprescindible trabajo recuperación del patrimonio musical antiguo que la ciudad no le ha pagado ni tiene intención de pagar.

Podemos decir que los dos libros, que vienen en una caja elegantemente forrada de tela, son ante todo un gran homenaje del hijo Rodrigo al padre Marius. Más allá de la gran valía de sus textos -en los que, entre otras cosas, se explica cómo Nueva York le arrebató a París la capitalidad del arte contemporáneo- y de su densa documentación gráfica, interesa especialmente su condición de gran monumento al padre ya desaparecido. El amor filial se nota en cada página, cada caricatura, cada párrafo. Rodrigo de Zayas, que como escritor e investigador ha reivindicado también la ultrajada memoria de los moriscos españoles, ha impulsado estos volúmenes como el que construye una pirámide en el desierto, para mayor recuerdo y gloria del progenitor desde la belleza y el alarde. Y eso no sólo le honra, sino que le da a los dos tomos una calidad emocional que los engrandece y hace venerables, como si fuesen un sepulcro del gótico florido o un dolmen del Aljarafe.

Nobleza obliga, y Rodrigo de Zayas, por cuyas venas corre la sangre de Jefferson y de los soldados de Virginia, de los árabes españoles y de los liberales que plantaron cara a Fernando VII, no podía menos que construir este monumento que es celebración y llanto por un hombre y un mundo ya desaparecidos. Gracias, Rodrigo, por tanta belleza, testimonio y generosidad.

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