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Sevilla en Santa Justa

El pulso de la ciudad, de Sevilla, puede tomarse en las muñecas de sus muchos brazos

Sentarse un rato en el vestíbulo de la estación de Santa Justa, para el ejercicio atento de la contemplación –no debe confundirse con la curiosidad–, es una tarea provechosa, más que un entretenimiento distraído con que ocupar el ocio o el tiempo muerto –si bien nunca lo esté o siempre resucite–. Aunque lugar de tránsito, no se trata, como en la elegía de Miguel Hernández, de ir del corazón a los asuntos –sin calor de nadie y sin consuelo, escribió el poeta de Orihuela–, sino más bien de participar del ajetreo de los andenes para ir de una parte a otra por las distintas y dispares razones del viaje a parte alguna –en esto Fernando Fernán Gómez, por otras razones, acertó con El viaje a ninguna parte–.

El pulso de la ciudad, de Sevilla, puede tomarse en las muñecas de sus muchos brazos, sin que valga, exotismo aparte, la asimilación a una divinidad hindú. Un café tras un paseo por la calle Afán de Ribera, en la arteria –cuántas otras, también, tiene Sevilla a propósito del pulso– del Cerro del Águila, sirve de muestra para anotar la tensión en un registro más propio de sociólogos –no se tengan, tampoco, por curiosos– que de médicos, pese a que se haga cola en una farmacia del barrio para que el cercano trato con sus regentes procure la tranquilidad en la medida del tensiómetro y la explicación más comprensible de la máxima y la mínima. O el trayecto de la calle Arroyo por José Laguillo hasta Santa Justa, después de no pocas vueltas para dejar el coche antes de coger el tren, cuando no hay opción de aparcamiento. O, menos arteria pero más muñeca, la parada de taxis en la entrada de San Justa, más cosmopolita acaso cuando llegan quienes no suelen estar.

En el vestíbulo de la estación se decía al principio y habrá que acomodarse en los alienados asientos, ante las pantallas con los destinos y los horarios, para comprobar el vaivén de las gentes anónimas y las peculiaridades de las que, sin dejar de serlo, se hacen más conocidas por su presentación. La azafata con paso rápido y equipaje exiguo, el vigilante de seguridad en sus estratégicas rondas de vigilancia, la pareja añosa con despiste grande y maleta más hecha a las cuerdas que a la cremallera, frenéticos profesionales con maletas trolley y smartphone de penúltima generación –siempre reclama la última–, viajeros de Cercanías sin más expectativas –tampoco han de ser necesarias otras– que las de llegar pronto ahí al lado, noveleros y cursis de ocasión que suben a Madrid como si las vías del tren tuvieran los peldaños de una escalera. O es que el Sur tiene que estar abajo en la torcida orientación de los tópicos.

Sevilla en Santa Justa, entonces, es una identidad cruzada y asimismo prestada. Se diría dinámica, sin olvidar el engañoso juego de las apariencias. También anfitriona, retirada la reserva del derecho de admisión. Y acaso huidiza, pero sólo en trenes de Cercanías, para tener a mano el alivio del regreso.

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