La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

Trabajar el sábado y morir el domingo

Juan Robles, una vida de sacrificio y éxito, estuvo recibiendo clientes y cargando el lavaplatos hasta el último día

Juan Robles.

Juan Robles.

Se murió un domingo después de trabajar el sábado. Rezaba a su Cristo sentado de la Puerta de Carmona y estaba en el tajo de pie, siempre de pie y pendiente de todo. Tenía bien aprendido que el tabernero tiene que estar en el sitio, teoría del ojo del amo y el jaco bien criado. Hizo mucho dinero a base de sacrificio. Invirtió, creció, generó tanta riqueza como envidia porque en lo suyo llegó a lo más alto. No se le podía pedir más a este sevillano con el corazón en Villalba. Juan Robles ha estado recibiendo a comensales, recogiendo mesas y metiendo platos en el lavavajillas hasta el último día. Se agachaba para meter los vasos sucios en la máquina hasta la pasada semana con más agilidad que mucha gente con treinta años menos. Los turistas alertaban al camarero uniformado de que un señor se llevaba el dinero para cobrar. Había que explicarles que era nada menos que el dueño, que seguía trabajando más de veinte años después de la fecha de jubilación. Don Juan se preocupaba de que los empleados más jóvenes no dejaran de almorzar. Por eso les insistía en que acudieran a su casa a probar el guiso del día de su mujer, que ofrecía a los clientes de más confianza. Esas tapas, por cierto, que ya se servían en el establecimiento original. Cuando hoy oyes a jóvenes hablar de la calidad de vida, de los veranos perdidos por la pandemia, o hasta de que quieren pedir un año sabático, uno recuerda la respuesta de este empresario cuando le aplaudían por haber fundado un imperio: "Sí, sí, pero yo no he tenido juventud". La contestación no dejaba de ser un recurso inteligente para eludir un protagonismo incómodo. Decidió expandirse en vez de guardar. Aceptaba las críticas con señorío y acaso con un leve movimiento de cabeza. Su asueto se reducía a estar en su casa, sus costumbres a asistir a misa en el Sagrario de la Catedral, y su orgullo en disfrutar con los nietos que se forman para integrarse en el negocio familiar. Estaba al loro de los nuevos negocios en el centro, de los que cerraban por no soportar la crisis del coronavirus y, por supuesto, de los que reabrían. Hoy lo veo caminar de Álvarez Quintero a la Plaza de San Francisco para supervisar los negocios con la mirada serena y escrutadora y con una expresión de bonhomía. Chaqueta en invierno, guayabera en verano. Veo cómo saluda a una Infanta de España que sube a comer a la primera planta, cómo recibe a las familias de los domingos o cómo sonríe a los clientes más pequeños. Lo veo en las noches de verano al pie del cañón, no en la playa. Y entiendo que no es que no tuviera juventud, es que siempre ha sido joven. Por eso nunca tuvo reparos en agacharse para cargar el lavaplatos. Así, así hizo el imperio.

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