Cuchillo sin filo

Francisco Correal

fcorreal@diariodesevilla.es

Tranvía a la Malvarrosa

Los Vicent, padre e hijo, tenían un pasadizo entre el Caribe y el Mediterráneo

Siempre he estado en deuda con Manuel Vicent. Creo que se lo dije alguna de las veces que lo entrevisté. Debió ser en el hotel Inglaterra de los Otero. Si me dieran una noche por cada entrevista que hice en el antiguo hotel D’Anglaterre, tendría pernocta para unas cuantas temporadas. Cuando hace casi medio siglo me fui a estudiar Periodismo a Madrid, mi madre me hizo un encargo que nunca le realicé. Y cada vez que regresaba al pueblo me preguntaba por el asunto con mi negativa por respuesta. Siendo novios, mis padres fueron a ver una película italiana titulada Lección de química a las nueve que a mi madre le debió dejar huella. Estaba convencida de que en alguna librería de viejo o en el Rastro encontraría el libro en el que se inspiró el director de la película. Y me pasé varios años preguntando. La cartelera entonces era bien diferente: Cuerno de cabra, Novecento, Perfume de mujer, La naranja mecánica estrenada después de la muerte de Franco. De Lección de química a las nueve, ni rastro.

Acabé la carrera, dejé Madrid y también abandoné la porfía. Un día me sobresalté leyendo una novela. Era Tranvía a la Malvarrosa, de Manuel Vicent. En esa obra se mostraba como tan certeramente lo definía Umbral en su Diccionario de Literatura: “Un preciosista de lo atroz. Vicent es un fenicio puro”. Una historia preciosa y atroz. En el bar de los arrozales habían escrito en una pizarra la película que proyectaban esa noche en el cine de verano: Lección de química a las nueve. No había encontrado el libro que me había pedido mi madre, pero una de sus películas favoritas aparecía en la novela de un autor consagrado.

Preciosista y levantino. Yo quería escribir sobre Vicent. Su columna anual contra los toros se había convertido en un clásico como las crónicas de Joaquín Vidal y, a la muerte de éste, Antonio Lorca. Del soy ateo gracias a Dios de Buñuel al soy antitaurino (contra los toros y las moscas, curioso tándem) gracias a Cúchares de Vicent. Entrevistó a una generación de fin de época: Carande, Sáinz Rodríguez, Pasionaria, Laín Entralgo, Raimundo Fernández Cuesta, Julio Caro Baroja… Y ha novelado la vida de ilustres paisanos, como el Papa Borgia nacido en Játiva (Vicent es de Castellón, paisano del cardenal Tarancón) o de Concha Piquer. Es la protagonista de su libro Retrato de una mujer moderna cuya portada me atrajo desde el sillón donde lo había dejado mi amiga Marina Bernal, biógrafa de Rocío Jurado o Lola Flores, que es como decir Melina Mercouri y Om Khalsoum. La visión de este libro que encontré en el baúl de Marina renovó mi compromiso por reconocer la deuda con Manuel Vicent, al que la vida le ha obligado a escribir uno de los textos más tristes y hermosos de su impresionante trayectoria, el obituario contra natura de un padre en la muerte de su hijo, Mauricio Vicent, que cambió los naranjales de su padre por La Habana de Hemingway y Graham Greene. El fenicio de Umbral ha tenido que escribir su Mortal y rosa en El País, el periódico donde padre e hijo habían construido un pasadizo entre el Caribe y el Mediterráneo. Dios no le coge el teléfono y eso que leerlo es un precepto dominical.

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