El bolso de?una mujer

17 de noviembre 2025 - 03:05

Un recuerdo infantil persistente, es decir, moldeador de uno, es el reproche de mi madre por mirar dentro del bolso de una amiga suya, donde yo sabía que me esperaba un regalo. Nunca se mira dentro del bolso de una mujer, me reprendió mi madre con severidad, instruyéndome sobre la intimidad y predeterminando también, sin saberlo, una representación enigmática de lo femenino, como misterio al que uno nunca tendrá del todo acceso. Buena parte del cine americano ente los años 40 y 60, como nos cuenta la cineasta Rita Acevedo, se construye sobre el deslumbramiento de la cámara –de la cámara del hombre– ante lo misterioso femenino. En esos primeros planos luminosos, donde el puritanismo postrero más montaraz ha visto cosificación, lo que en realidad hay es una sublimación religiosa y una curiosidad imposible de satisfacer –también de contener– a través de la imagen. Un acto de culto hacia la gracia de la mujer pero también hacia una soledad para los hombres no accesible. Uno de los rostros más extraordinarios de ese cine es el de Ingrid Bergman quien, consagrada por Hollywood, se fue a Italia a trabajar con Roberto Rossellini, o, en opinión de su hija mayor, a follar con un italiano. Fruto de aquellos años es la denominada trilogía de la soledad: Stromboli, Roma 51 y Viaggio in Italia. La tradición católica de Rossellini, a diferencia de la de Fellini o Pasolini, no se rebela contra sí misma a través de la dialéctica –muy católica– de la blasfemia o la obscenidad, sino del existencialismo. Es el misterio de la nada, el del vacío ante la muy probable ausencia de Dios, al que se enfrenta Bergman como heroína religiosa del director. La vemos ascender, desasida de toda seguridad moral, a la cima de un volcán o descubrir a dos amantes en Pompeya, calcinados por la lluvia de ceniza, y su rostro es siempre un terco interrogante sobre la existencia de Dios a la vez que indicio de su presencia. En Europa 51, Bergman ingresa como una santa secular en un hospital psiquiátrico ante la incomprensión de todos por su radical entrega al prójimo. El doctor certifica su locura cuando ella dice no creer en Dios, no ser comunista ni poseer la fuerza de los santos espíritus, sino sólo creer que quien está ligado a la nada está ligado a todos. En este otoño musical y femeninamente religioso, donde se porfía sobre la clausura y el misterio de si María, la Madre de Jesús, es o no Corredentora, mirar el rostro de la santa Ingrid Bergman, que preside mi escritorio, sigue siendo una forma, no lo niego, de hurgar en el bolso de la mujer sin descubrir el misterio.

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