Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

Los días sagrados

AL escocés George MacDonald, autor de algunos de los cuentos de hadas más fascinadores que se hayan escrito nunca, debemos una fórmula, "presente sagrado", que invita a la conciencia del instante y a la gratitud, dejando de lado ahora sus implicaciones teológicas. Vivimos tiempos horribles en muchos sentidos, pero ninguno de los desastres actuales o venideros contradice la inclinación -escoja quien lo prefiera el carpe diem horaciano, puesto que no hablamos de creencias sino de actitudes- a celebrar los dones que recibimos a diario, casi sin darnos cuenta o no siempre valorando su cualidad salvadora. Dones sencillos y gratuitos como el sol del invierno y su luz maravillosa, tan distinta a la de otras estaciones. O los que cada cual tenga por tales, sin olvidar que no todos vienen del cielo y que hay que buscarlos, o aprender a recibirlos, para mantener a raya la tentación de la infelicidad. A menudo sobran las razones para sentirse desdichado, pero frente a lo que afirman los recetarios de autoayuda lo importante no es fortalecer la estima propia, sino la que nos merecen los otros, el mundo.

Cuenta Lewis que MacDonald era un hombre pobre, enfermo y acuciado por la necesidad, pero ello no le impedía tener una disposición alegre, generosa, capaz de apreciar la belleza y de disfrutarla sin remordimientos. Hay políticos y hasta constituciones que han consignado el derecho a la felicidad, pero ésta, que por supuesto no depende únicamente de las condiciones materiales, es más bien un deber o un imperativo. Fuera verdad real o sólo literaria, no exageraba Borges cuando decía que no siendo feliz había cometido el peor de los pecados. Ni se opone la saludable aspiración a esta forma elemental de bienestar, accesible en cualquier circunstancia, a la solidaridad o la compasión en cualquiera de sus formas. Antes al contrario, poco puede hacerse de verdad por nadie si no suspendemos el desasosiego -la incertidumbre, mal del siglo, tiene también una parte buena- hasta percibir, con bendita emoción renovada, que cada hora es única. No lo ven así quienes cultivan la nostalgia, se entregan a las ilusiones o lo fían todo al futuro, pero son sagrados los días y tantas cosas que nos traen y no vuelven o nunca lo harán de la misma manera. Conviene tenerlo siempre presente a la hora de afrontar lo que Borges llamaba, en el poema aludido, el juego arriesgado y hermoso de la vida.

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