La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Pedro, sé fuerte
DE POCO UN TODO
MAÑANA imparto la primera lección de un curso de Introducción a la Literatura. En agosto, cuando preparaba estas clases, pensaba, hipocondríaco, que entusiasmar a mis alumnos con la buena literatura supondría, en parte, echarles una maldición. ¿Cómo leerían después los best-sellers de los que todo el mundo habla? ¿Serían capaces de soportar la edulcorada retórica política? ¿Y los manuales de instrucciones, qué? Eso por no hablar de lo que comprometen moralmente las obras maestras, que ya verán.
Mi preocupación ahora es más prosaica. Me conformo con contestar bien a sus dudas. Imagino la más evidente: "¿Qué es la literatura?", y amontono citas en mi memoria: T. S. Eliot, Octavio Paz, José María Valverde, Ezra Pound… Y aún es posible que alguna alumna insista: "Pero para ti, ¿qué es?"
Yo, para ser auténtico, tendría que recurrir de nuevo a las palabras de otro, lo que, como sabe cualquier aficionado a la literatura, no tiene nada de paradójico. Mario Quintana escribió: "Hay muertos que no saben que están muertos…, hete aquí un viejo tema de esos relatos fantásticos o de fantasmas que la gente lee sin cansarse nunca. ¡Como si no hubiese cosas mucho más impresionantes en nuestro propio mundo! Una historia, por ejemplo, que comenzase así: 'Hay vivos que no saben que están vivos'".
Para mí, la literatura (y de una manera especialmente intensa la poesía) es esa historia de vivos que descubrimos de repente que estamos vivos. "Me aturde una absurda delicia de estar vivo", reza un verso ejemplar de Henry Thomas. "Pero, ¿no hay muchísimos poemas elegíacos?", replicará la inquisitiva alumna. Y yo le contestaré, encantado: una elegía es sólo un himno que llega con retraso. Incluso que la hipocondría sea una enfermedad profesional de los escritores certifica mi tesis: quien ve que vivir es un milagro acaba sintiendo que vive de milagro. Claro que esa obsesiva presencia de la muerte en los libros actúa como intensificador de la vida. De la dicha de estar vivos y de decirlo.
A pesar de sus innumerables inconvenientes prácticos, en el fondo la gran literatura es literalmente una bendición: porque tiene que estar bien dicha, y también porque, diga lo que diga, nos recuerda que somos afortunados porque somos. Una enseñanza muy consoladora para tiempos de crisis.
En Lección de estilo, José Emilio Pacheco nos da una lección a medias humilde, a medias irónica, como tienen que ser las lecciones, al menos las de estilo: "Los sapos/ a orillas de la charca,/ bien sentaditos,/ frescos, felices,/ con la piel húmeda bajo el calor del verano,/ parecen dar las gracias por su breve existencia".
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