La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
Decía Borges que la lectura obligatoria es un contrasentido. El placer jamás debe ser impuesto sino buscado. Los libros enriquecen mi vida, sin embargo, no soy una lectora urgida o famélica, de las que los devoran con ansia para empezar otro lo antes posible. Leo despacio, releo, amontono en la mesilla de noche los que tengo en cola, compagino varios a la vez (la Biblia perenne entre ellos), siempre llevo uno en el bolso y solo me gratifica recibir las recomendaciones de aquellos cuya personalidad me interesa.
Ahora tengo entre mis manos uno que contiene 18 escritos periodísticos de Ignacio Sánchez Mejías, seleccionados y editados por Alfonso Carlos Saiz Valdivieso. La Real Maestranza de Caballería de Sevilla patrocinó su publicación en 1991 con motivo del centenario del nacimiento del torero, que fue contratado en 1925 por el periódico sevillano La Unión para hacer crónicas de toros, especialmente de aquellas en las que él participaba. Algo tan insólito como el propio personaje, que combinó la valentía y dominio de su profesión con un perfil intelectual destacado. Niño bien que se empeñó en ser peón de brega de Gallito y Belmonte, mecenas de los poetas de la generación del 27, banderillero renombrado, autor teatral, torero heroico y gallardo al que algunos reconocían como inventor del peligro, presidente del Real Betis, jugador de polo, novelista, piloto de aviación, articulista, promotor y más.
Cada uno de estos escritos, que son a la vez crónicas, cuentos, ensayos, artículos y críticas taurinas, me han dejado algo inspirador. Hay uno en el que reconoce la preocupación que provocaba a los toreros la primera corrida de la feria de Jerez, en parte por la presencia de los Reyes y de los aficionados más reconocidos, pero sobre todo por la de “yo juraría que todas las mujeres bonitas de España”.
El gato que le regalé a Belmonte es el que más me ha sorprendido. He quedado prendida en cómo desvela por qué los gatos de Angora son tan importantes para la gente del toreo. Todo el que estaba vinculado con el asunto del toro tenía varios: Miura, Eduardo Pagés, Lalanda, El Algabeño, Pablo Romero, Fraile… Solo por descubrir este detalle, que no voy a desvelar, merece la pena el libro entero.
No se acoquina ante nadie. Lo demuestra cuando responde al que él llama D. Criterio, recomendándole que estudie, pues el verdadero crítico debe ser sabio en la materia que critica, para que esa verdad haga un efecto de rayo de luz sobre el criticado. Qué maravilla.
Bajo el título de En Melilla no se puede chaquetear describe la plaza de madera que construyeron los militares para que se diera la corrida, y al público, de quien dice no se parece a ninguno de los de la Península por estar compuesto de gente que se jugaba la vida casi todos los días. Confiesa que llegó a la plaza acompañado de Sanjurjo, y que no volvería a hacerlo, porque “¡cómo se disculpa uno ante el general Sanjurjo por tener una tarde de miedo!”.
Yo habría sido amiga de Ignacio. O lo que él hubiera querido.
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