La esquina
José Aguilar
Solipsismo en palacio
El invierno, como la vejez, llega sin pedir permiso. Se anuncia en la luz más corta, en el aire que seca la piel, en la algarabía que escampa. No irrumpe: se posa. Y en ese posarse nos obliga a mirar distinto. El invierno no quiere deslumbrar; la vejez tampoco. Ambos prefieren la verdad desnuda de los días breves. Los árboles lo saben. En invierno se desprenden de lo innecesario con una elegancia antigua. Las hojas caen como recuerdos que ya cumplieron su cometido. En la vejez ocurre algo similar: amainan las urgencias, se apagan las ambiciones ruidosas, se asimila que no todo merece ser retenido.
Hay una belleza austera en el paisaje invernal, como la hay en los rostros marcados por los años. Las arrugas son mapas del tiempo, huellas de soles, gratos o hirientes, y de tormentas atravesadas. El frío no destruye: conserva. La vejez tampoco empobrece necesariamente: suele condensar y concentrar. Donde antes había dispersión, dudas o inseguridad, ahora hay sentido. En los días álgidos, el mundo se vuelve más lento y más honesto. Los colores son sobrios, los sonidos escasos. Desaparece, en la naturaleza y en el hombre, lo superfluo.
Vivimos en un mundo que teme al invierno y le da la espalda a la vejez. Queremos calor constante, juventud eterna, como si el ciclo natural fuera un error a corregir. Pero sin invierno la tierra se agota, y sin vejez la vida pierde profundidad. Es en el frío donde las semillas aprenden a esperar. Es en los años muchos donde aprendemos a elegir mejor las palabras, los gestos, incluso los silencios, donde se nos enseña por fin a comprender. El invierno invita al recogimiento, a la conversación pausada, al fuego compartido. La vejez también. No grita, no compite, no corre. Observa. Escucha. Acaso intuye que el tiempo no es una flecha, sino un círculo, que cada final contiene algo de principio.
Tal vez el verdadero problema no sea envejecer, sino no saber habitar bien nuestro invierno. Desechemos nostalgias yermas y miremos al futuro sin ansiedad. Entendamos que no se nos acerca un final inútil, sino una etapa necesaria. Si consiguiéramos contemplar la vejez como contemplamos un paisaje nevado –con respeto, con asombro, con solemne calma– entenderíamos que no es una despedida, sino una forma diferente, más sabia y más honda, de estar vivos.
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