CASI tres meses después de haber sido sancionado a perpetuidad, y desposeído de todos sus logros deportivos, y tras sonoras provocaciones como la de posar despreocupados en el sofá de su residencia bajo los maillots amarillos de sus siete Tour seguidos, Lance Armstrong ha decidido enfrentarse al público y contar su versión -o al menos intentarlo-, previo pago de un suculento cheque, eso sí. Será esta semana en el programa de la archiconocida y archimillonaria Oprah Winfrey. Y será en su casa de Texas, quién sabe si también bajo los emblemas de siete rondas francesas consecutivas que ya no le pertenecen.

Se trata, sin duda, de la que puede ser la entrevista del año por una cuestión básica que es la de comprobar si el ciclista reconoce públicamente que se dopó sistemáticamente tras superar su cáncer y mientras estuvo en activo. Los medios de comunicación estadounidenses parecen tener claro, aunque no lo aseguran, que ratificará sus malas prácticas, aunque no por una cuestión de arrepentimiento, ni mucho menos. Ni siquiera por las tan cacareadas ganas de poder competir en triatlón, el desafío al que parecía ahora entregado. Las cuestiones de Armstrong son mucho menos poéticas y mucho más graves. Cabe recordar que él nunca dio positivo y que su sanción se basa en acusaciones realizadas por testigos presenciales que también se enfrentaban a posibles penas de prisión. Así, el estadounidense, tras el fallo emitido por la Usada, tiene cuentas pendientes con la Justicia por violación en las leyes de seguros, fraude y perjurio, lo que le podría llevar a la cárcel a no ser que pueda alcanzar algún tipo de acuerdo, lo que implicaría, obviamente esta confesión, entre otras cosas.

Y ahí, en el alcance que pueda tener esta declaración, es donde comienzan a temblar los cimientos del ciclismo mundial. Si el texano se inmola la cosa seguirá, mal que bien, como está. Pero si tira de la manta y expone presuntas connivencias con la UCI sellará el ataúd de un deporte que deberá, al fin, reinventarse.