Alejandro Cotta / Abogado Del Departamento Jurídico De Dolmen Consulting Inmobiliario

El mito de la peatonalización

La eliminación progresiva de la circulación en las ciudades plantea una serie de interrogantes que conviene analizar, ya que incide directamente en el tipo de urbanismo y en la movilidad del peatón

CUANDO el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia habla del peatón lo define como "persona que va a pie por una vía pública" y en una segunda acepción encontramos al entrañable peatón cualificado que es el llamado "valijero", que es el correo de a pie encargado de la conducción de la correspondencia entre pueblos cercanos. Peatón es también para el diccionario el viandante, que es persona que viaja a pie, que pasa la mayor parte del tiempo por los caminos, aunque éste es un poco menos estimado socialmente, porque se le asimila al vagabundo. Ciñéndonos a las acepciones que hoy llamaríamos más políticamente correctas, nos queda nuestro viandante urbanita y el laborioso valijero interurbano.

Pisar la calzada, bajando del acerado, para el hombre-que-va-a-pie-por-la-calle de las ciudades medianas y grandes constituye un deporte de riesgo, como la inmersión a las profundidades submarinas, el puenting o el alpinismo sin sherpas. Más allá del bordillo están las máquinas conducidas por otros seres humanos mutados en pilotos automáticos conectados orgánicamente al caballaje de los motores.

El desarrollo de la industria automovilística -en su más amplia acepción- ha llevado a nuestros ciudadanos a soñar con descender de la cama para caer en el asiento de su monovolumen y circular por kilómetros de autopista hasta aparcar junto a su sillón ante la mesa de trabajo. Nuestros abuelos, anteayer, iban al campo en un carro con un mulo. En algunas ciudades podías tener un coche de caballo. Luego aparecieron románticos Ford de Varillas y más tarde autárquicos Biscuters y los Seiscientos desarrollistas, antes del inicio de los tiempos de la avalancha. Ahora hay lo que hay.

Pero alguien con poder suficiente pronuncia la palabra que todos llevan en su mente. "¡Peatonalizar!", proclama el líder de un bando y el de su contrario, y entonces se hace la luz, el cielo se vuelve azul velazqueño, los niños pasean por la Gran Avenida Peatonalizada junto a ancianitos felices y sonrientes. Globos color grosella ascienden lentamente por entre los árboles repletos de azahar hasta pederse en el azul. Hermoso, realmente hermoso. En esto un rumor sordo se va haciendo presente. La superficie del agua de la pecera que el niño de la familia idílica contempla sobre la mesa con los refrescos de cola empieza a vibrar, los peces en su interior se agitan y dan vueltas en la esfera de cristal. Suena una campana ferroviaria. El anciano sordo o el niño que se ha escapado de las manos de su madre transitan por los raíles metálicos. Alguien los aparta bruscamente de la ruta del tranvía de nueva generación que ha salido de unas calles más atrás y que está a punto de llegar al apeadero, a 50 metros adelante. La amenaza puede ser un tranvía, un autobús urbano, unos microbuses, un taxi o una limusina de un hotel.

Cuando se habla de hacer peatonal alguna o algunas zonas de la ciudad, es obligado preguntarse en qué tipo de cuidad estamos pensando. Esta pregunta, en una administración que se quiera participativa, deberá tener siempre como interlocutor preferente al entramado que constituye la llamada sociedad civil, porque es en ese ámbito donde se pueden gestionar más acertadamente intereses de esa naturaleza, y no es suficiente el cumplimiento de los trámites de exposición pública de los planes urbanísticos, que están más orientados a los intereses singulares de los propietarios. En estos trámites se pregunta el compareciente, ¿qué hay de lo mío? Mientras que la sociedad civil se interesa por la colectividad cuando se le consulta.

Cuando la Administración se propone la proximidad a los intereses de los ciudadanos, necesariamente tiene que facilitar y alentar la existencia de dicho entramado social. Sin embargo, un interrogante desolador nos asalta con frecuencia: ¿Dónde está en estos temas la voz de nuestra sociedad civil?

Por otro lado, cuando se afronta el proyecto de peatonalizar zonas urbanas surgen dos dilemas: si debe ser total o restringida y si se ha de circunscribir a sólo el casco histórico o abarcar también otros espacios. La peatonalización parcial excluye sólo el tráfico rodado privado, mientras la completa excluye todo tipo de tráfico, privado o público. Si tenemos presente algo tan obvio como que el atropello de un peatón es tan traumático si la titularidad del artefacto que lo causa es pública como si es privada, si observamos cómo basta que las fiestas grandes de la ciudad dupliquen la afluencia de viandantes en las zonas peatonalizadas para que todo tipo de tráfico rodado acabe siendo suprimido por urgente disposición municipal, cabe deducir que no se acierta cuando se peatonaliza a medias, parcialmente, tratando de hacer compatible un tranvía, por ejemplo, con el disfrute de la ciudad por el viandante…

La peatonalización circunscrita a los cascos históricos sólo sería justificable en ciudades pequeñas dotadas de un casco histórico relevante, en torno al que giran todas las manifestaciones de la vida de la ciudad. Lo deseable es pensar, tanto en los cascos históricos -que, se quiera o no, son la sala de recibir de nuestras ciudades- como en los barrios, que deben ser de por sí tan habitables como los cascos históricos y cuyos habitantes tienen el derecho a pasear tranquilamente como lo hacían nuestros abuelos en sus pueblos. Son los barrios-pueblos que ya existen en todas nuestras ciudades grandes, que suelen ser conglomerados de antiguos municipios.

Debemos concluir que peatonalizar es la solución, lo que es innegable, pero que debemos hacerlo sin riesgo para nadie y por tanto que se ha de hacer peatonalización, en el casco histórico y, allí donde sea posible, también barrios. Y esa peatonalización ha de ser total, porque a la larga es más eficaz, más racional y hasta más barato. No habría que montar y desmontar en cada festejo instalaciones variopintas y caras cuando bastaría que al menos un medio de transporte público existiera en algún punto suficientemente cercano para que los usuarios de la vía pública pudieran desplazarse desde la zona peatonal a cualquier punto de la ciudad.

La necesidad de conexión de la zona peatonal con el resto de la ciudad no justifica la opción por la peatonalización parcial. Este enlace deberá ser un metro subterráneo que profundice por debajo de nuestras calles y avenidas, más abajo de donde dormitan nuestros antiguos andaluces musulmanes, romanos o visigodos sin olvidar a algún andaluz tartesio, hasta que la tuneladora o alguna máquina de ese jaez alcance la hondura que sea necesaria para este tipo de transporte metropolitano En este orden hoy todas las soluciones son factibles. Baste recordar que ya hace 18 años que el Canal de la Mancha está comunicado por un túnel cuya construcción comenzó en 1987 desde las costas francesa y británica, que quedaron unidas en 1990, cuyas obras movieron un total de 7 millones de toneladas de escombros, empleando hasta 15.000 trabajadores y que desde entonces el desarrollo técnico ha sido descomunal. Hoy, veinte años después, es inimaginable que la obra civil necesaria para solucionar problemas de transporte subterráneo en una de nuestras ciudades sea imposible de realizar por cuestiones técnicas.

Si hay voluntad política, hay financiación y capacidad técnica para estas obras. ¿Hay, pues, algún argumento para que no se dote a unas ciudades de estos medios cuando son necesarios para cosas tan evidentes como la implantación de la necesaria peatonalización de espacios urbanos? Compatibilizar una zona peatonal con tráfico rodado en superficie no tiene, pues, excusa y no se comprende que nuestras ciudades estén soportando paliativos. Si partimos de que es posible, de que los medios financieros se han movilizado en otras latitudes del Estado español, no se encuentra argumento tolerable para soluciones a medias.

No cabe duda de que, si se cuenta con una resuelta decisión política en el indicado sentido, nuestro peatón andaluz seguirá teniendo los mismos atributos que aún le reconoce el diccionario y hasta podría soñar alguna vez con ser valijero postal; en caso contrario seguirá practicando submarinismo entre escualos cada vez que se le ocurra pasear por zonas peatonales de su ciudad. Seamos pertinazmente optimistas.

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