El nuevo mundo

15 de agosto 2025 - 03:07

Siempre me llamó la atención que en los libros de texto que usábamos en el colegio el invierno siempre estuviera asociado a los muñecos de nieve y a los trineos. En Sevilla la nieve era como el calor en Alaska. Aquello me hacía sentir que ese libro no era mío, que no se acordaba de mí o no me tenía en cuenta, por así decirlo. Y no me tenía en cuenta, ni a mí ni a ningún habitante de la vega del Guadalquivir, donde el termómetro rara vez bajaba de los cero grados.

Es el poder de las ideas. Alguien en Madrid o en Barcelona, que es donde probablemente se editaban estos libros, decidió que el símbolo universal del invierno no es un jersey de lana o un gorro, algo que vivas donde vivas en la península te pondrás en algún momento a lo largo del año. Lo mismo imagino que les ocurriría a los niños gallegos o asturianos si en sus clases alguien asociara el verano con noches tropicales, con temperaturas superiores a los cuarenta grados, con tardes de persianas bajadas y horas largas, en las que la calle queda vedada la mitad de las horas del día.

Ese es también el poder de las ideas. Hasta hace unos años esto resultaba inconcebible como norma. Hasta hace unos años el verano eran imágenes más dulces: los puestos de Camy; los niños de Verano Azul pedaleando por Nerja, silbando su amable sintonía; los paseos por el campo. Pero aquello queda lejos, como si entre aquellos años y estos no hubieran pasado años, sino siglos.

El verano es ahora cruel. Es el tiempo de los bosques ardiendo con fuerza inusitada, de los golpes de calor y de las olas de calor que nunca acaban, de los mareos, del aplatanamiento, del insomnio, de las sábanas pegajosas. Es una España inhóspita, reducida a una franja en el Cantábrico y otra en Cádiz donde en la noche la gente lleva manga larga y una beatífica sonrisa en la cara. Nuestra bandera debería ser un enorme campo carmín entre dos finas líneas azules.

Hace años alguien me dijo que la película que más miedo le había dado no había sido La matanza de Texas ni El proyecto de la bruja de Blair ni Psicosis. Había sido Los lunes al sol. Era el verdadero miedo. El miedo de los niños es poderoso, sin nombre ni forma, pero se deshace con los años. El miedo adulto es el más terrible, porque no desaparece con la presencia de tus padres. Es el miedo que nace del mundo, y este terror tal vez lo defina la frase que el ecólogo del CSIC Fernando Valladares pronunció en 2022 en un telediario, mientras las temperaturas rompían los termómetros: “Este verano será de los más frescos de los que nos quedan de vida”. No parece que mintiera.

Las ideas pesan, pero la realidad se acaba imponiendo. Nos ha tocado vivir el tiempo del desconcierto, en el que las ideas antiguas no encajan con un mundo radicalmente nuevo, en el que los niños no pueden encontrar en el mundo de sus padres y abuelos un espejo en el que mirarse, un relato que los guíe. Ellos serán los padres de un mundo nuevo y lleno de extremos, de sequías e inundaciones, de escasez y abundancia, de extinciones y vida artificial. Ellos convertirán el miedo en esperanza.

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