Los palcos o el encontronazo

Pero llegado marzo, uno deja que la nostalgia haga su trabajo. Quizá sea cosa de la acordanza

Nos decía por aquí Carlos Colón que todos los años, por estos días, suele recordar que por la vira de oro de la luz de las tardes de marzo viene Jesús Nazareno. Año tras año, bajo el ánimo ya alegre o alicaído, uno se acuerda también de la cita de vísperas de Joaquín Romero Murube. Es como la XV estación del Vía Crucis, que sólo se estila por estos pagos, como tramo añadido al templete de la Cruz del Campo que pintara otro Joaquín, Domínguez Bécquer.

En el tránsito hacia la luna de Parasceve (el 15 de Nisán de los judíos), algo tiene de hilo de oro la declinante luz que fenece por el oeste, donde el Alxaraf de los árabes, y por donde se aviene, llegando de entre los cuatro hachones del ocaso, la figura del Nazareno con la cruz al hombro. Me gusta verlo llegar como el recorte de un misterioso trasgo imaginado que, al acercarse, nos hace mirar al paño de la Verónica, donde vemos nuestro propio rostro también. Esto tan críptico me lo dijo una vez un amigo bien cocido bajo el cáliz de tres botellas de Beronia, mientras veíamos pasar el segundo paso de El Valle. Nunca lo he olvidado.

No importa si en este 2024 nos puede la apostasía, el extravío o el más olímpico pasotismo. Pero llegado marzo, uno deja que la nostalgia haga su trabajo. Quizá sea cosa de la acordanza, ese palabro ya fósil tanto para analógicos como para nativos digitales. La nostalgia remueve el tiempo que fuimos. Dulzor o ponzoña, según. Por eso uno se topa ahora con los andamios para la Semana Santa en la plaza de San Francisco y el impacto lo desarma. Es como un encontronazo; la certeza de que, salvo precipitación no deseada, se va acercando el momento en el que el tiempo nos sacará fuera del tiempo.

Alguien dirá –y con toda razón– que este luctuoso servidor le está amargando el café mañanero o la torrija de media tarde (de la miel a la hiel). No es la intención. Al sevillano medio le agrada ver la instalación de los palcos porque lo transporta al sahumerio y al esplendor del Domingo de Ramos (o incluso antes, con las ya célebres cofradías piratas y las de vísperas). Los ultras sentimentales del tiempo perdido dicen que la Semana Santa, como paisaje interior, justo se acaba a partir del miércoles de ceniza. Sea como sea, uno llega a los días de autos escuchando el lisérgico oratorio El Mesías de Cantores de Híspalis y el coro de barrocos aleluyas del otro Mesías de Händel (de guarnición resuenan tambores y cornetas a lo Andalusian Crush). La vira de oro de las tardes de marzo también nos lleva a encargar en Cordonería Alba, en calle Francos, el cíngulo de hilo del tiempo que nos lleva.

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