La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La cochinada de los cubos de enfriar los tanques de cerveza
Hace un tiempo decidí cubrir poco a poco las lagunas culturales que arrastro. El método para hacerlo es sencillo: después de muchos años leyendo y viendo películas, me apunto en la cabeza los nombres y títulos que se repiten en diálogos, en descripciones, en alusiones. Ya escribí aquí que empecé a querer leer más porque los andaluces hablamos mucho de autores andaluces a los que no hemos leído. Yo busco leer ahora a los autores de quienes todos hablan.
Demos un ejemplo básico: para entender a Nietzsche hay que haber leído antes, qué se yo, a Schopenhauer, a Kant, a Tomás de Aquino, la Biblia, Aristóteles y Platón, ¡y yo no he leído a ninguno! Nadie me pone una pistola en la cabeza. Podría vivir sin saber nada de eso, pero no quiero. En la carrera me miraba siempre todos los temas, por si acaso, y me leía todas las notas al pie, por si acaso, sin tener otro objetivo que saberlo todo, por un miedo a perderme algo o al vacío. Estoy hecho así, y ni la introspección ni la terapia ni la dieta blanda me van a quitar esa piedra que tengo alojada en el cerebro, como los locos medievales.
Mi hermano es igual que yo. Él siempre está trasteando con juguetitos, con cuentas, con artículos absurdos de Wikipedia. Y esa curiosidad que nos mueve a ambos viene de lejos. No tengo dudas de que esa piedra me la han pasado mis padres, como una herencia en un sobre cerrado. Más de una vez me he encontrado en mi casa libros subrayados por mi madre, de cuando estudió Magisterio, y más de una vez la he oído decir, cuando yo llegaba de la facultad con alguna película de préstamo, que esa la había visto en el Cine Club de La 2, a horas imposibles, años antes. Más de una vez me ha contado mi padre que el cura del pueblo lo hizo bibliotecario, y más de una vez nos ha comentado, como de pasada, que era un buen estudiante y que el maestro lo llevó a Zamora a hacer un examen de acceso; no aprobó, y marchó a la escuela militar de Agoncillo, y luego a la mili en Morón, y luego a mi madre, y luego, sin saberlo ellos ni nosotros, a mi hermano y a mí, dos animales voraces y curiosos como ellos.
Tuve unas horas tontas después de comer el sábado, y me puse a ver El espejo, de Tarkovski. Una mujer que camina por un pasillo dice: “En mitad del camino de la vida, me encontraba en una selva…”. Rápidamente dije: “¡El inicio de la Comedia!”. Y esa piedrecita que ha viajado tanto y por tantos cuerpos, como el gen egoísta de Dawkins, sonrió su sonrisa secreta, y siguió maquinando.
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