La aldaba

Carlos Navarro Antolín

cnavarro@diariodesevilla.es

La pollería, el mal gusto impera

Si los canónigos avalan las pelambreras al aire, nada hay de extraño en vender ciruelos con azúcar en Cuna o Sierpes

De qué se extrañan quienes se llevan las manos a la cabeza por un nuevo comercio de mal gusto en la calle Sierpes, en la línea del que vende falos con sabores dulces en la calle Cuna, que hay que examinar el tipo de clientela que hace cola porque es lo más parecido a la de la cafetería de la Guerra de las Galaxias. Yo no he visto gente más rara y variopinta desde que me encontré con Susana Díaz y su cuadrilla en la aldea del Rocío un Domingo de Pentecostés. Vamos, que yo no sé quién se quedó más impresionado, si Diego Suárez, gran compañero de la Ser, o un servidor. El denominado mal gusto no está de moda en Sevilla. No, no, no. No se trata de ponerse refinados como señoras que atienden el puesto del Rastrillo. Oh, Pitita. El mal gusto está globalizado, como los azucarillos del café, que son los mismos que te ponen en un bar del Vaticano que de Lisboa. El mal gusto no es una apreciación de esos seres que opinan desde el resentimiento porque consideran que nunca han entrado en Sevilla. No, no, no. Aquí mucho meterse con los sevillanos clásicos que usan mocasines, pantalones chinos (no se vende alcohol a partir de las 22 horas), polos, camisas remangadas, chalecos al hombro (costumbre poco aconsejable porque da de sí las mangas) y peinados que dejan los cabellos de la nuca como candelabros de cola, pero hay que reconocer que da gusto ver a un sevillano de estas hechuras cuando uno viaja por España. Es como cuando se ve a un torero, al que se reconoce por los andares, o un jugador de tenis, siempre de blanco elegante.

-¡Fascista!

-Tómate una y me la apuntas

Nos ha tocado vivir la era del desarraigo, de los indeseables extremos, de ser del 15-M o de Vox, cuando no es lo mismo la extrema izquierda (que lo es) que la derecha pura y dura. Ahora somos lelos que compramos falos con nata y otros aditamentos en la tierra de las yemas de San Leandro, de los postres refinados y saludables de doña Laura Robles, que puede usted comprar o degustar en Álvarez Quintero o en la misma Plaza de San Francisco; de las trenzas de Ochoa, de las torrijas y pestiños de la Campana, o de los postres que nos ha traído hasta Sevilla la firma Rufino de Aracena. Pero somos así de tontos. Una franquicia monta un negocio de evidente mal gusto en pleno corazón del centro y genera colas de gente que no guarda una estética muy distinta de la que espera para entrar en un monumento como la Catedral. Y pasa usted cerca de ellos y el raro es usted por llevar una simple camisa. Marciano, pareces un marciano. La culpa no es de las vergas, sino de los canónigos. Hombre, por favor.

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