La ciudad y los días
Carlos Colón
Montero, Sánchez y el “vecino” Ábalos
Las Cortes Generales llevan toda la legislatura sin poder ejercer una de las funciones que definen su identidad como órgano político, la función presupuestaria, porque el Gobierno incumple su deber constitucional de presentar un proyecto de Ley de Presupuestos. Una inacción que afecta a un aspecto medular de nuestra organización del poder y que priva a diputados y senadores, quienes no pueden debatir las cuentas públicas, de su derecho a ejercer conforme a derecho el cargo representativo. Esta realidad antiparlamentaria impide también a los ciudadanos conocer y fiscalizar las razones últimas de la acción de gobierno. Así, España ha incrementado en más de 10.000 millones su gasto militar sin que esto haya sido objeto de un verdadero debate en las Cámaras durante toda la legislatura porque, conviene no olvidarlo, los presupuestos prorrogados ni siquiera pertenecen a estas Cámaras. Se puede gobernar la economía sin el Parlamento se nos está diciendo a través de los hechos, al mismo tiempo que el presidente especula con su reelección –que dependerá del propio Congreso– y con reformas de la Constitución que requieren mayorías cualificadas en ambas Cámaras durante dos legislaturas. Como la Constitución establece un deber jurídico inapelable de presentar los presupuestos, es normal que la ciudadanía se pregunte qué vías hay para remediar esta quiebra en su cumplimiento. La profesora Isabel Giménez ha explicado bien los problemas procesales para que, ya sea a través del recurso de amparo de los parlamentarios o del conflicto entre órganos constitucionales, el Tribunal Constitucional pueda actuar de forma efectiva. No obstante, nada de esto resta importancia sino lo contrario al hecho de que el Gobierno haya decidido vivir aquí en la inconstitucionalidad. La Constitución es una norma que, a diferencia del Código Penal, no incorpora sanciones para su incumplimiento, porque presupone un observancia espontánea y un mínimo de lealtad de sus actores principales. Con la descarada inobservancia de esta obligación constitucional, el Gobierno está debilitando la propia normatividad de la Constitución con todo lo que eso conlleva. El historiador Gordon Wood explica bien cómo entre los padres de la Constitución americana existía consenso al admitir que el nuevo orden sólo se sostendría si los gobernantes se comprometían con la virtud. El sincero respeto al The rule of law constituiría el núcleo esencial e indisponible de ese compromiso. Se trata, desde luego, de una idea válida para cualquier Constitución en cualquier tiempo.
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