Acción de gracias

Los raritos

Pienso en cuánto daño nos hicieron (o en cuánta alegría nos brindaron) las cámaras de vídeo en los 80 y los 90

Oscar Isaac, con la espada de la venganza en 'Saturday Night Live'.

Oscar Isaac, con la espada de la venganza en 'Saturday Night Live'. / SNL

Oscar Isaac aprovechó estar invitado al Saturday Night Live, el mítico programa de televisión, para compartir con el público escenas de su pasado. El protagonista de A propósito de Llewyn Davis y El año más violento, uno de los actoresmás interesantes de la actualidad, acaba de estrenar en la plataforma Disney Caballero Luna, y sostenía que su incorporación al Universo Marvel cerraba un círculo: él, decía, había estado preparándose para ello desde la infancia, y aportaba como muestra The Avenger (El vengador), una película que escribió, dirigió y protagonizó con diez años y que rodó en el jardín de la casa de un amigo en Miami. Ni la trama, la historia de un ninja que se enfrenta a su némesis, ni la planificación parecen muy complejas, pero al futuro actor no se le puede negar la entrega en la convicción con la que pega patadas o golpea una madera, aunque mientras el personaje se enfurece asome por la escena la inoportuna figura del padre del amigo limpiando la piscina. Los fallos técnicos se compensan con una culminación maravillosa, una imagen que revela la fantasía desbocada que alberga el chaval, alimentada seguramente con muchas producciones de serie B: el héroe mata a su enemigo atravesándole la cara con una espada, y después lame con sofisticada maldad la sangre, suponemos que sería kétchup, que queda en el arma. "¿Que por qué dedico mi participación en Saturday Night Live a rescatar esto?", preguntaba Isaac, visto últimamente en Dune o El contador de cartas. "Para animar a los niños a que sean raritos", añadía, para que no tuvieran miedo de serlo.

Reacciono con orgullo y emoción a esa declaración del bueno de Oscar Isaac: me reconozco en ese linaje extraviado de chavales fantasiosos que crearon sus propias películas, y pienso en cuánto daño nos hicieron (o cuánta alegría nos brindaron) las cámaras de vídeo en los 80 y 90. Yo también rodé, en el piso de mi amigo Cristóbal, mi superproducción propia, pero había nacido cansado para las escenas de acción demasiado aparatosas, y como buen adolescente estaba convencido de que mientras más drama le echara uno a los proyectos más prestigio acaparaba. Así que yo interpretaba, ejem, les juro que esto es cierto, al fantasma de un suicida, y para simular la desdicha de aquel alma en pena me oculté el rostro tras toneladas de polvos de talco, lo que me daba un aspecto desconcertante de marqués dieciochesco. Éramos muy toscos como cineastas: si el personaje cerraba una puerta, se veía una bolsa de El Corte Inglés colgada en el perchero; si me trababa en los diálogos, y eso ocurría siempre, dábamos la toma por válida. Pero ese disparate fue una gimnasia para el espíritu: aún nos montamos nuestras películas, aún seguimos fantaseando, y ya no tenemos miedo de ser raros.

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