La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Qué clase de presidente o qué clase de persona
Es bien conocido el modo en que Saramago arrancó su discurso de aceptación del Nobel de Literatura: “El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”. Hablaba de su abuelo, Jerónimo Melrinho, y en cierto modo también de su abuela, Josefa Caixinha, ambos analfabetos. Saramago contaba cómo a veces dormía junto a su abuelo al aire de la noche, contemplando la Vía Láctea en el cielo limpísimo. Contaba cómo, en las noches heladas, Jerónimo y Josefa dormían arrebujados junto a lechones ateridos. Lo hacían para que no se murieran los lechones, pero también para que no se murieran ellos.
Era la vida en el campo, la vida pobre y dura del campo, la de siempre, la que también vivieron mis abuelos paternos. Una vez me llevaron a la casa donde nació mi abuelo Nicolás. Uso la palabra casa, pero podría usar otras palabras: establo, almacén, cobertizo, ruina. De ahí vengo, de ahí venimos todos. De la escasez, del ingenio, del tedio, de los días que se repiten uno detrás del otro, de la eterna demanda de la tierra, que nos permite vivir si le damos nuestra vida.
Todo esto se nos ha olvidado. Hace años José Cervera contó en Órbita Laika algo muy curioso y muy obvio, tan obvio que nos es invisible: la Tierra nos es hostil. No parece serlo: su clima, su distancia al sol, su inclinación y otras decenas de factores han permitido que yo hoy esté aporreando las teclas de mi portátil y que ustedes lean estas palabras. Pero la Tierra, en el fondo, nos es hostil. Lo que nos protege es el fuego, la ropa, la tecnología, la empatía. Si un humano cayera desnudo en un planeta exactamente igual que la Tierra, pero deshabitado, en gran parte de la superficie su destino sería el de morir de sed o de hambre o de frío.
Es muy fácil olvidarnos de nuestra fragilidad como especie, y también peligroso, ahora que nuestra privilegiada capacidad de adaptación e inventiva trae consigo la lenta destrucción del mundo que conocíamos. Es entonces, cuando media España se quema, cuando nos hacemos esas preguntas que a nuestros representantes no parece ocurrírseles el resto del año. ¿Por qué todo parece arder más que antes? ¿Por qué hay tantos eucaliptos? ¿Es normal que mueran los bomberos? ¿Dónde está el dinero? ¿Dónde la prevención? ¿Por qué se externalizan los servicios? ¿Son eficaces todas las regulaciones aplicadas a la vida rural?
En días así pienso en Severiano. No lo conocí nunca, tan sólo me hablaron de él, pero me dijeron que hasta su muerte, con 105 años, recibía a gente de toda la comarca para resolver sus dudas. ¿Cuántos kilos de aceitunas me dará este terreno? ¿Viene mejor el trigo o el centeno? ¿Va a llover esta tarde? Tal vez Severiano fuera analfabeto, pero sabía responder a todas estas preguntas, y sus respuestas siempre eran correctas. Él vivió toda su vida en el campo. Él era el campo. Tal vez necesitamos unos cuantos Severianos, reyes de unas tierras que el progreso ha vaciado y que, pobres de nosotros, sólo parecemos ver cuando arden.
También te puede interesar