El sueño de Grecia: I.Una edad miserable

Ignacio F. Garmendia (Sevilla, 1970) es editor y crítico de literatura. Hace años, en un momento de debilidad, se comprometió a escribir para unos colegas, hoy por fortuna retirados del oficio, un libro improbable del que sólo tenía claros el título, 'El sueño de Grecia', y la borrosa identidad de su protagonista, el joven H. Este relato homónimo, que no es propiamente un relato, recrea algo de lo que pudo ser aquel libro no escrito, un viaje que tampoco es un viaje donde se mezclan el tiempo de la Antigüedad y su proyección en un presente igualmente remoto.

Eran los años dulces de la Facultad, las novias amantísimas y los versos infames. H vivía la primera juventud, pero se sentía ya terriblemente cansado. Caminaba abrumado por el peso de los siglos y escribía sonoras frases de grandilocuencia espeluznante, hemos inmolado las cadenas que nos ataban a la realidad en el altar de Homero, cosas así, que no se sabía muy bien contra qué arremetían o qué reivindicaban, pues a menudo se trataba de manifiestos, proclamas ardorosas y felizmente desatendidas.

Las amigas lo dejaban por novelero, pero él se mantenía firme en su destiempo. Quizá no compartieran del todo la afición a las reflexiones vaporosas, pero H siempre prefirió, a los ambientes intelectuales en los que veía reflejada su propia deficiencia, la alegre compañía de las muchachas, que simpatizaban con el orador y celebraban sus estrafalarios discursos, aunque se acabaran hartando de tanta melancolía impostada.

Nos revolcamos en el fango de los siglos y caminamos sucios de nostalgia, cubiertos por el barro milenario. H usaba mucho la primera persona del plural, pero la verdad es que su palabrería incontinente no contaba con demasiados adeptos, fuera de unos pocos incondicionales que participaban no tanto de los deliquios esteticistas como de la común afición a la logorrea ininterrumpida, por lo general acompañada de espirituosos a destajo.

Eran las largas horas de conversación en las tabernas, porque H, enemigo de la novedad, profesaba un aristocrático desdén hacia las discotecas o los bares de moda. Los colmados y las tascas pero sobre todo las plazas, donde se reunían como conjurados en la silenciosa compañía de los viejos y de los vagabundos, impasibles o desafiantes frente al frío húmedo que calaba hasta los huesos o las temperaturas inhumanas de la estación seca, prolongada por espacio de meses interminables. En el imaginario de H, que no apreciaba el verano ni a los veraneantes, el del calor era el tiempo de la desolación, una pesadilla cíclica que lo dejaba como aletargado, aunque no inactivo. Se rebelaba contra la malhumorada declaración de indolencia que había subrayado en el facsímil de una afamada antología –no saber, no querer ni esperar nada– y le parecía ahora un desahogo adolescente. Él tal vez no supiera, pero quería. Y esperaba.

Podrá no haber poesía, pero siempre habrá poetas, afirmaba muy serio, aunque versos, lo que se dice versos, había compuesto pocos y de mala gana. No encontraba placer en la escritura ni se sentía llamado por vocación ni le parecía deseable el oficio de las letras. Desconfiaba de hecho de la mayoría de los autores, veteranos y de andar por casa, a los que había tratado, gente no desinteresada y demasiado ansiosa de reconocimiento, caracterizada por una insufrible tendencia a hablar de sí misma –no de vagas abstracciones, que era lo que le gustaba a H– y un aire de suficiencia que derivaba fácilmente a la megalomanía. Lo suyo eran los muertos, antiguos y prestigiosos o recientes e ignorados, pero sobre todo los antiguos, nombres sin voz ni rasgos fiables de los que apenas quedaban líneas truncadas, un retrato seguramente apócrifo y alguna fecha incierta. Presencias fantasmales de perfiles nebulosos, pero a la vez sorprendentemente vivas, que por un raro milagro nos seguían hablando en sus lenguas originales. Ellos, los lejanos ascendientes, eran los verdaderos contemporáneos.

Podría haberlo llamado Avalón, Brocelandia o Nunca Jamás, pero eligió llamarlo Grecia y en ella vivía, autoexiliado de la época que le había tocado en suerte. Grecia eran la memoria de los predecesores, las hermosas ediciones oxonienses, los manuales raídos del uso. Eran las clases de mitología fuera del aula, impartidas por un profesor de maneras delicadas que sentaba a sus alumnos en círculo, sobre la hierba amiga donde tenían lugar los escarceos galantes, las ebriedades festivas, las elucubraciones sobre el porvenir de la humanidad en esta edad miserable. Eran la camisa blanca, la corbata negra y la gabardina heredada que habían llevado –así aparecían en las fotos familiares– los grises estudiantes del medio siglo. Eran las condiscípulas con el pelo recogido en moños altos, los vestidos neoclásicos o neohippies que llaman de estilo imperio, los cuerpos desnudos en las noches –o mejor aún las mañanas– de íntima comunión hedonista. Eran el estudio desordenado, las almas naturalmente paganas y el culto de la belleza que no estaba en los museos.

H deseaba conocer la Grecia actual y recorrer de un lado a otro el venerado solar de los aqueos, pero lo cierto es que el país que imaginaba en su cabeza no existía –ni en rigor había existido– fuera de ella. Ese país conjetural era y no era la antigua comunidad de los helenos, de los que no tenía sino imprecisas nociones escolares. Ocupaba desde luego sus mismos límites espaciales o temporales y acogía a las generaciones de hombres y de mujeres –a menudo solapadas en las crónicas, no en las visiones de H– de las que hablaban los eruditos, pero la realidad histórica se mezclaba con un entramado de asociaciones, vislumbres o fantasías que recogían de modo caprichoso y más o menos indocumentado toda una corriente que nunca había dejado de fluir. Esa continuidad, sostenida por incontables devotos, era una forma de arraigo. Muchos otros nefelibatas, antes que el desnortado H, soñaron el sueño de Grecia.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios