Alguien con ciertas dosis de ingenio ha definido la situación como la que ha hecho que los aplausos pasen del estadio a los balcones. Son las únicas palmas que se prodigan en este tiempo de alarma y clausuras obligadas. El fútbol, esa cosa que fue calificada como la más importante de las menos importantes, no sabe cómo podrá regatear el atasco en que se ve sumido y hasta parece avergonzarse de exigir cuando pasa lo que está pasando.

Y en este plan, si ayer apostaba el presidente de FIFA por varias salidas entre las que no contemplaba la suspensión de las competiciones, ahora el presidente de la UEFA, el esloveno Aleksander Ceferin, apunta otras soluciones. Cae en los lugares comunes habituales, pero entre ellos se encuentra la posibilidad de dar por finalizada esta infausta temporada 2019-2020. Y ante eso se nos aparece el negro fantasma de cómo será de larga la influencia de este drama.

Bla, bla, bla, que aquí habla todo quisque sin saberse ni por asomo si el discurso tiene algo de fundamento. Todos hablan y sus palabras caen en el vacío, en la más absoluta vacuidad. Y es que lo peor de todo es que el fútbol, como todo, lucha contra un enemigo invisible que está llevando al mundo de costero a costero y sin que el armisticio muestre fecha de caducidad alguna. ¿Caerán en saco roto los sudores, los triunfos y los fracasos de siete largos meses de competición?

He ahí el dilema; mientras tanto, la tecnología que nació como autopista de la información nos detalla la intimidad del ídolo varado. Y en el corazón del drama, la sombra de ERTE a gogó que amenazan el bienestar de un fútbol supercomercializado y al que, según el propio Ceferin a principios de marzo en Amsterdam, había que poner coto. Y como a la fuerza ahorcan ha tenido que ser el propio rival, ese coronavirus maldito, el que va a ponerle vallas al campo.