ESPANTADO todavía por el horripilante atentado contra el semanario Charlie Hebdo en París, ciudad en la que vivo y trabajo como periodista, recibí ayer la noticia del fallecimiento del padre Ángel Martín Sarmiento con una mezcla de sorpresa y tristeza.

Con un vigor a prueba de los años y de los disgustos que le diera su amado Real Betis, habíamos terminado por creernos que era inmortal, como me dijo otra persona cercana a él y que resume el sentimiento de muchos de los que tuvimos la suerte de conocerlo. Tuve a don Ángel como profesor de latín y griego clásico el último año que impartió clases en Claret, allá por 2001. Lo precedía la fama de ser el capellán del Betis, con el que desde el año 1990 vivió lo mejor y lo peor, y de haber dado clase a generaciones de alumnos en el colegio. Durante ese año conocimos a un profesor ameno, divertido y directo. Una figura tutelar admirada por su ironía aguda, su buen carácter y una fortaleza que parecía ir en aumento con el paso del tiempo.

Pero los mayores descubrimientos vendrían después. Ir a visitarlo a su despacho en la parroquia del Corpus Christi era una lección de apertura al mundo y de curiosidad humana e intelectual. Cada mes de julio era fiel a su cita en los cursos de verano de la Universidad Menéndez Pelayo, donde se le solicitaba para disertar acerca de las más variadas cuestiones, y sobre todos los temas de actualidad política tenía una opinión afilada y original. Encima de su mesa jamás faltaba un libro de historia, una de sus pasiones, y en el día a día mantenía un contacto fluido con antiguos alumnos y conocidos, que lo convertían en una de las personas mejor informadas de los asuntos de la ciudad. Por algo era también periodista. El padre Sarmiento era un personaje inclasificable: alegre, cálido y sencillo en el trato, y al mismo tiempo azote de conciencias en sus homilías, en las que jamás se conformó con un sermón blando. Don Ángel tenía una sensibilidad excepcional para sopesar su público, y con una retórica eficaz y perfectamente adaptada a su audiencia, sabía tocar como muy pocos la fibra más íntima de cada persona que lo escuchaba. Si por nacimiento era aragonés, fue Sevilla la que recogió el fruto de su experiencia y sus consejos, con los que arropó a tantísima gente.

Con su partida, nuestra ciudad pierde un sacerdote, un bético, un poeta, un periodista y un maestro. Sevilla se ha quedado sin uno de sus mejores hijos.

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