Tribuna

Manuel Ruiz Zamora

Filósofo

Santayana in Seville

El filósofo George Santayana pasó varios meses en Sevilla en 1914 y relató sus impresiones sobre la ciudad

Santayana in Seville

Santayana in Seville / R. D.

George/Jorge Jorge Santayana es a la vez nuestro filósofo más reconocido internacionalmente y uno de los más desconocidos para el gran público de nuestro país. La primera mitad de su vida transcurrió en Boston, de donde era originaria la familia del primer marido de su madre, pero a partir de 1912, con 48 años, abandona su exitosa carrera como docente en Harvard y emprende una trayectoria de filósofo errante que le llevará, entre otras muchas ciudades, a Sevilla, en donde permanecerá desde enero de 1914 hasta finales de abril del mismo año. En sus primeras cartas desde la ciudad, le informa a su hermanastra americana, Susan Sturgis, de que se aloja en el Hotel La Peninsular, frente a los Jardines de las Delicias, y que el tiempo “ha sido todo lo malo que podía ser”.

A final de mes ya ha desarrollado una rutina diaria: se levanta no muy temprano, toma una taza de chocolate y se viste a las 12. Después de almorzar acude al café (“siempre el mismo y, a ser posible, en la misma mesa”), en donde conversa a veces con los camareros y toma alguna nota para sus escritos en una libreta de bolsillo que lleva siempre consigo. Después da un paseo “atravesando las Delicias hacia el campo”, regresa a su habitación, en donde lee hasta las 07.30. Por la noche, vuelve a su café de la calle Sierpes, charla un poco con los parroquianos y después va a al teatro o al cine, en el teatro San Fernando (“el más grande y mejor de Sevilla”).

Sus impresiones de la ciudad son claramente favorables: Sevilla, afirma, es una verdadera capital de trazado uniforme, como las ciudades antiguas, con su aristocracia y sus clases populares (anuncia, por ejemplo, que al día siguiente tendrá la oportunidad de contemplar la llegada de la Corte a la ciudad desde la ventana de su hotel), y considera que los sevillanos, de cualquier clase, son “más apuestos que el resto de los españoles, una raza particularmente fea”.

Por supuesto, no todo es ocio: según informa, aquí trabaja en su “sistema”, es decir, en la que con el tiempo vendría a ser su obra más importante desde un punto de vista filosófico, Los reinos del ser, cuyo primer volumen, sin embargo, no aparecería hasta 1927. Continúa, no obstante, su enamoramiento de la ciudad: “Sevilla –escribe– es como una pequeña Roma con tres personalidades en un solo cuerpo: la árabe, la española y la moderna. La gente es muy atractiva y uno de los parques [suponemos que se refiere al de María Luisa] es un paraíso. Llevo una vida solitaria, trabajando cuatro o cinco horas al día y disfrutando de una existencia apacible y andariega el resto del tiempo”.

De esa forma van pasando los días hasta la llegada de la primavera (“con la llegada del tiempo cálido la ciudad es incluso más lujuriosamente placentera”) y con ellas las fiestas por antonomasia: la Semana Santa y la Feria. No se ha conservado ninguna misiva en la que se refiera a la primera, aunque, como veremos, también dejará sus impresiones de ella, pero el 20 de abril, desde la fachada principal de El Alcázar, le refiere de nuevo a su hermanastra que “ La Feria es la vista más alegre que he visto nunca” y “ello a pesar de que los días son lluviosos, la gente tiene que vestir ropa de invierno y llevar paraguas y hay cierta decepción por las corridas de toros, aunque yo he disfrutado muy bien de tres”.

La última carta fechada en la ciudad es 2 de mayo, después Santayana escribe ya desde Ávila, la ciudad española con la que siempre se sentirá más identificado, y desde la que partirá hacia Oxford, en donde permanecerá la mayor parte de la I Guerra Mundial. No obstante, no finaliza ahí la relación de nuestro filósofo con la ciudad andaluza. En el año 1927 publica en la revista The Dial un pequeño cuadro costumbrista sobre la Semana Santa, cuyo motivo principal no pasa de ser una anécdota significativa: un grupo de extranjeros, acompañados por un sevillano que escucha con cierta displicencia sus extravagantes comentarios, asisten al paso de la Esperanza de Triana. La incomprensión de los extranjeros sobre lo que están viendo es absoluta: no entienden el arte de las imágenes ni el significado de la saeta que escuchan ni se ven emocionados en ningún instante por el espectáculo.

En cierto momento, una dama inglesa muestra su indignación por el episodio al que ha asistido esa misma mañana de unos niños que se divertían arrojando piedras a los pájaros. En la única réplica irónica que se permite, el sevillano le objeta que “sí, nuestra pobre gente es a menudo cruel con los animales. Somos muy inhumanos. Reservamos todas nuestra compasión para la humanidad”. Cabe señalar que el nombre de esta pieza, Overhead in Seville, es también el de la revista especializada que la Universidad de Wisconsin le dedica al estudio de la obra de George Santayana.

Las últimas referencias a Sevilla en la obra del filósofo aparecen en la excelsa autobiografía del pensador, Personas y Lugares, publicada ya en una fecha tan lejana a su visita a la ciudad como 1944, es decir, treinta años más tarde. Le dedica un recuerdo en el capítulo titulado Vejez en Italia, país en el que, acogido en el convento de la orden irlandesa de las Monjas Azules, residió en los últimos años de su vida. En la memoria de Santayana, Sevilla sigue siendo una ciudad bella y, en cierto modo, exótica, pero un tanto superficial: “Estuvo muy bien para una vez – señala– o para los jóvenes del lugar que saben disfrutarlo todo con gracia y huyen de las cosas elevadas. Pero, para mí, con mis gustos y a mi edad, no era más que un espectáculo baladí, una superficie sin volumen ni hondura y sin nada que me cautivara”. Una esencia desvaída, al fin y al cabo,

En el pensamiento de Santayana hay una clara delimitación entre el reino de las existencias reales y el de las esencias ideales. Desde el primero, es decir desde la experiencia directa de la ciudad, Sevilla se le muestra como una ciudad bulliciosa, alegre y atractiva; desde el segundo, se difumina en un recuerdo agradable, pero superficial y sin demasiado interés. ¿Por cual de los dos deberíamos decantarnos? Tal vez no importe mucho: ¿no es acaso ese dualismo entre la realidad y el deseo una de la señas de identidad más esenciales de la ciudad?

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