Tribuna

Abraham barrero ortega

Profesor Titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla

Woody Allen, el apestado

Woody Allen, el apestado Woody Allen, el apestado

Woody Allen, el apestado

Ha trascendido recientemente que Amazon insiste en su negativa a distribuir la última película de Woody Allen, Un día lluvioso en Nueva York, debido a acusaciones reiteradas (de acoso sexual contra su hija), a sus controvertidas declaraciones y al rechazo cada vez mayor de relevantes actores y actrices a trabajar o ser asociados con su nombre de cualquier manera. A pesar de que la acusación fue planteada hace veinticinco años y a pesar, sobre todo, de que fue desestimada por las autoridades jurisdiccionales, la comunidad cinematográfica, al calor del movimiento "yo sí te creo", se ha constituido por voluntad propia en jurado y ha condenado y ejecutado a Allen. Los productores han rescindido sus contratos con él y, en principio, no volverá a rodar una película, como venía haciendo cada año desde hace décadas.

Amén de que se desconozca la dimensión extraprocesal de la presunción de inocencia, dejémonos de tecnicismos jurídicos, la consecuencia más turbadora de esta justicia paralela y expedita es que, en nombre de una concepción sustancial de la moralidad buena, la recta, se confunden Derecho y moral, delito y pecado. Todo pecado, mortal o venial, puede ser delito. Otra consecuencia cruel es que se mezclan moral y puritanismo. Salvaguardia de la pureza, tradición fetén, purificación religiosa, depuración política, muerte civil, numerosas son las variaciones de este mecanismo moralizante, que no moral. ¿Qué hacer con el arte de hombres monstruosos?, se preguntaba no hace mucho la escritora Claire Dederer en The Paris Review Daily. Algunos hombres hicieron o dijeron algo horrible y crearon algo maravilloso. ¿Debe la biografía de un artista influir en la apreciación de su obra? El artículo menciona a Allen, y es que el ultramonstruo se acostó con Soon-Yi Previn, hija de su pareja Mia Farrow. ¿Tengo que renunciar al placer de conectar con la obra de un genio porque se haya portado mal? No me parece justo -concede, eso sí, Dederer-. Hay quien escudriña en la relación de Allen con una madre punitiva buscando la clave explicativa de su especial inclinación al camino de la perversión, como evidencian Annie Hall o Manhattan. Que en sus películas aparezcan relaciones entre hombres maduros y mujeres jóvenes es elocuente y los chistes sexuales son la prueba definitiva de la malignidad. Y tampoco faltan quienes apelan a lo más profundo de su conciencia para que reconozca un comportamiento fuera de lugar. Confesión pública, vía incursión de autoproclamados fiscales en la esfera privada. Como ha escrito Fernando Savater, la más universal de las tradiciones culturales, presente en toda sociedad y en toda época, es la de la camarilla de censores que mira a su alrededor y deplora la decadencia moral de sus contemporáneos. Guardianes de la moralidad, que fiscalizan sentimientos y conductas privadas, usurpando el puesto que le corresponde a la reprobación legal.

Hace treinta años, Woody Allen sí estrenó Delitos y faltas, una de sus películas más ingeniosas y conmovedoras. Honda y humanística. Las peripecias de Judah y Clifford prueban que la preocupación moral no impide cometer atrocidades y que la honestidad no garantiza la felicidad o el éxito en la vida. Las contradicciones están a la orden del día. Una película que, en último análisis, sirve bien para ilustrar la necesidad de diferenciar, incluso separar, la órbita de lo jurídico y de lo moral, ésta intangible para el Derecho.

Las nociones de delito y pecado, tal como se han dado unidas en la época previa a la secularización de las sociedades occidentales, forman parte ya, por suerte, del pasado y nada tienen que ver con la situación actual. El Derecho protege la vida pública. Allá cada cual con su alma. Ojalá el renovado puritanismo no acabe alumbrando otra cultura compartida o de identificación entre Derecho y moral, delito y pecado, y, en el fondo, un discurso único y homogéneo. Lo que, lastimosamente, sí ha conseguido es truncar la carrera artística de Woody Allen, al menos dentro de las condiciones de visibilidad masiva que venía manejando desde los años setenta. Un cineasta, como diría el gran Splendini, imprescindible, maravilloso, un orgulloso para su raza, hay que reconocerlo de todo corazón.

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