La tribuna

Banderas nunca arriadas

Banderas nunca arriadas

Historiador

Septiembre se llevó a Antonio Rivero Taravillo, un intelectual lúcido y bondadoso que pasará a la posteridad como una de las figuras capitales de la escena cultural sevillana del primer cuarto del siglo XXI.

De sus múltiples facetas de traductor, poeta, novelista, editor, ensayista y librero se ha escrito mucho y bien en los días anteriores. Consciente de la dificultad para superarlo, desde la perspectiva del amigo que sinceramente lo quería y admiraba, centraré mi semblanza en uno de sus rasgos más desapercibidos, pero no por ello menos marcados: el ideológico.

Como cientos de miles de adolescentes de su tiempo, Antonio fue integrante de la última hornada juvenil apasionada por los ideales políticos, antes del triunfo de los patrones sociológicos hedonistas e individualistas que florecieron al amparo de la Movida. Aunque Antonio, ya famoso, lo reconoció con naturalidad en varias entrevistas, a la vez procuraba quitarle hierro, restando importancia a sus precoces compromisos militantes, en sintonía con su característica modestia.

Por su propio testimonio y el de otras personas que lo trataron en aquella época, sabemos que Antonio consagró buena parte de su trayectoria de estudiante de enseñanza media y universitaria, a la simpatía con causas imposibles como la reunificación de Irlanda, las Malvinas argentinas o la eternamente pendiente revolución falangista. Al igual que una mayoría de compañeros de generación, cerró esa etapa –iniciada aún casi imberbe y finiquitada al comenzar a enfrentarse a los retos de la vida adulta– desde el convencimiento de que había defendido opciones inviables y hastiado de activismos en los que no volvería a recaer.

En las décadas siguientes, la sombra del soñador mozalbete llegaría a disiparse en la memoria de sus paisanos, ante su conversión en un ciudadano sensato, cosmopolita, tolerante e independiente. Todo ello sin responder a ninguna pantomima oportunista, porque el Antonio maduro fue, esencialmente, un liberal en el noble sentido de la palabra y no en el económico, que detestaba profundamente, según me consta.

No obstante, Antonio Rivero Taravillo no dejó de profesar, en público y en privado, una cierta lealtad a sus creencias originarias, que sirvieron de hecho como una de las fuentes de inspiración de su obra literaria. Quienes, apelando a esa fidelidad, pidieron su colaboración para presentar libros, promocionarlos de algún otro modo o reivindicar autores malditos, encontraron siempre la actitud proclive y desinteresada de alguien que poco tenía que ganar y bastante podía perder.

En su último artículo periodístico, publicado fechas antes de su muerte, manifestó su disconformidad con la concesión a las madres gestantes de la potestad de la libre interrupción de su embarazo, por encima del derecho a la existencia de las criaturas que se forjan en el interior de sus cuerpos. Prueba evidente de que algunas de las banderas que lo movilizaron, siendo apenas un muchacho, nunca fueron arriadas en su corazón.

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