La tribuna

Camareros veteranos, gloria bendita

Camareros veteranos, gloria bendita

Allí estaba yo, una noche de sábado de agosto. Pero no crean, el bar estaba lleno, mucho turista, eso sí. Acodado en una esquina, debajo de unas cabezas de toros antiguos, de esos corniveletos de cabeza aguda. Junto a un paño de azulejos con una escena del Quijote, el hidalgo en su flaco rocín, el escudero en su asno, cabalgando a paso quedo hacia el horizonte manchego. Mientras me tomaba mi copa de manzanilla y unas puntillitas fritas, los observaba. Gente bragada en el gremio, con bagaje de barras y salones, con oficio, lidiando con el personal con la guasita justa y mucha simpatía, eficacia y saber hacer. Todos con una edad, y pensaba yo que ese trabajo no está pagado. Allí estaban, echando horas de pie, atendiendo a los amables y a los que no lo son tanto, cada vez hay más de estos por desgracia, todas las noches, todos los días, sábados y fiestas, mientras usted y yo salimos con los amigos, con la parienta o con quien se tercie, hasta solo si así se encarta, y ellos ahí, atentos a la comanda.

De todo hay en la viña del Señor, y en sus barras, desde luego. Algunos, maleados de tanta noche hasta las tantas, esos que nunca conocieron eso de la conciliación familiar, ni las horas extras pagadas, se terminaba cuando se iba el último cliente y punto, deseando salir a echar un pito. Y lo malo no era el pitillo, sino las copas y, después con la modernidad, otras cosas más fuertes. Pero no caigamos en la crónica negra, porque aquí hemos venido a hablar de los buenos, esos camareros de raza en extinción, ojo, que no digo que entre los jóvenes no los haya buenos, que los hay. Pero aquel sello de los de chaquetilla blanca, del antiguo Burladero, de Casa Ruiz de los años 80 para atrás, de tantos sitios. Camareros que se movían entre el soplido del calentador de leche de la máquina de café, La Pavoni, Faema, el olor de los granos recién molidos, los vapores del expresso en el ambiente. El saber tirar un buen tanque de cerveza, a pie de grifo, pásense a ver a Manolo en la Cervecería Mediterráneo de San Carlos, un hombre serio al pie de un tirador.

Les perdono hasta esa moda que me pone negro (con perdón) cuando pido una copa de vino blanco: “¿Un verdejito o un semi-seco?” y se me llevan los demonios al oírlo. Pero en fin, no seamos tiquismiquis, que diría mi madre. Ponga usted otra ronda y a aquellos señores de allí les pone lo que estén tomando. Y allí va el camarero con toda la prudencia y discreción del mundo, echando ya las copas y acercando la cabeza levemente a los invitados por encima del mostrador: “Esta copa de parte de aquel señor de la esquina”. Miradas cómplices de un lado a otro de la barra, sonrisa caballerosa y un brindis medido al aire.

Mientras todas estas cosas rondaban por mi cabeza, el profesional que me atendía había puesto ya varias copas y tapas, le pedí que llenara y se me antojaron unas ortiguillas fritas. “Me va a perdonar el señor, pero se nos han terminado”, la cara de fastidio solidarizándose con mi decepción y, enseguida, la sonrisa y el ungüento reparador: “pero tenemos unos huevos de choco a la plancha de categoría”. Ole, marchando.

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