La tribuna
El mundo en dos jornadas
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Cuando dijo ella, desde la autoridad del cargo, que se necesita un nuevo hombre que cuide y que llore, a mi mente vino Maggie, The Millon Dollar Baby, la boxeadora. Como es sabido, aquella indomable púgil recibió un golpe malo y traicionero justo cuando tocaba cielo. Quedó postrada, inmóvil de cuello para abajo, y el viejo entrenador cuidó de ella cuanto pudo. La cuidó día y noche, velando frente a la angustia y las llagas, mas ella quería morir y él, muy a pesar de su dolor de conciencia, también la cuidó en eso. Ese hombre que debemos ser, me dije en un principio, no es otro que aquel pensado por Clint Eastwood. Sin embargo, es entonces cuando recordé aquella confesión del diputado que dijo no saber cómo explicarle a su hijo que ese gran director era de derechas. Cómo puede ser, se debía de preguntar, que el viril republicano nos hable del cuidado y vea el eterno amor detrás de la eutanasia y del adulterio de la mujer provinciana. Cómo explicar en el derechista tal candor con los débiles, con los falsos culpables, con el negro en el corredor de la muerte y con el amigo negro profanado, con el niño descarriado y, claro está, con el viejo que quiere se respete su último baile. Lo ejemplar, me dije entonces, no es ya ese hombre que Eastwood retrató, sino el propio Clint. Y lo es, precisamente, en tanto testimonio vivo de esa, inexplicable para algunos, contradicción entre lo que uno hace y dice, y lo que espera de él su propia tribu.
Hace unos años asistí con un querido colega a un seminario sobre el concepto revolucionario de fraternidad, en el que se sostuvo la tesis de que la carga semántica de dicho término es despreciativa en origen hacia la mujer, y que, por lo tanto, apelar a la fraternidad no es sino una forma de reafirmar la sujeción femenina al léxico político de una modernidad que fue creada por los hombres a su imagen y semejanza. Mi amigo, ducho en el estudio de la Revolución, me hizo saber en privado sus argumentos contra semejante tesis. Ante la solidez de sus ideas, le invité a poner aquello por escrito, a lo que él contestó que hacer públicos sus pensamientos sobre algunos aspectos del ideario feminista ortodoxo implicaría su muerte civil dentro del sector ideológico en el que siempre había militado: la izquierda. Además, me confesó, era el miedo a que un posicionamiento crítico suyo fuera utilizado por la derecha más recalcitrante, lo que en último término le hacía cerrar filas y guardar silencio.
La conversación que acabo de describir no ha sido ni mucho menos inusual en los últimos años, tanto con hombres como con mujeres. Todo lo contrario. Si bien, obviamente, este repliegue puritano con el dogma de la tribu no es exclusivo de la izquierda. Buen ejemplo de ello es cómo el discurso antinacionalista y antipopulista del liberal conservadurismo español excluye normalmente de su feroz crítica a esos muchachos, el macizo de la raza, que recitan versos sobre los Tercios de Flandes y tienen tanta dificultad para entender elementos básicos de nuestra cultura constitucional como para encontrar un par de tallas más de camisa. Como si la unidad del constitucionalismo exigiera una indulgente dosis de ceguera tribal frene al paulatino ascenso del reaccionarismo español más zafio.
Cuando se dice que a una determinada edad se pierde la capacidad de presagiar el futuro, siempre pienso en el viejo Zygmunt Bauman, quien, ya en su senectud, acuñó un concepto, el de "cámara de eco", que es clave para entender hoy la forma en la que, a través de los foros virtuales, lejos de buscar ese compromiso mutuo desde la razón, propio de la modernidad, nos cerramos en esferas que nos devuelven el eco de nuestra voz, radicalizando nuestros prejuicios. Las redes son un oasis cotidiano para el onanismo ideológico, pero forma también parte de su lógica el éxito de la censura tribal frente al disidente, la invitación a inhibir nuestra individualidad, en definitiva, a la claudicar en nuestras contradicciones.
La decadencia de la contradicción es signo de un tiempo que fluctúa entre la liquidez y el autoritarismo. Albert Camus, consciente de que la gran tarea del hombre no era rehacer el mundo sino impedir que este se deshaga, situó en la rebelión y no en la revolución el imperativo moral de su tiempo. Rebelión es darse la vuelta a tiempo, no seguir el camino impuesto, llevarse la contraria y hacer frente, antes que a nada, al desvarío del propio ideal. El hombre que debemos ser es aquel rebelde contra la propia revolución en la que milita, y dispuesto a admirar públicamente a su adversario.
Postdata: Eastwood lloró al despedir a su pupila. La besó y le susurró al oído el significado secreto de Mo Cuishle, su nombre gaélico: Mi amor. Mi sangre. Lloró en la más pura intimidad. Sin hacer gala. Como dicen que lloran los hombres y las mujeres que han llorado mucho.
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