Fernando Castillo

Un falso lector

La tribuna

La batalla de Torote fue un momento en el que se manifestó la diferente idea de la guerra que existía entre la aristocracia y las fuerzas al servicio de la monarquía

Un falso lector
Un falso lector / Rosell

15 de mayo 2021 - 01:46

Hay ocasiones en las que se cumple la sugerencia azoriniana de que un pormenor indica el todo. Es lo que revela el enfrentamiento, combinación de batalla y torneo, que tuvo lugar en 1441 a las afueras de Alcalá de Henares, junto al río Torote, en la interminable guerra civil castellana que enfrentó a lo largo de casi todo el Cuatrocientos a la Monarquía y a los principales linajes nobiliarios. Se dirimía la orientación del reino en un sentido autoritario, como pretendían el rey y su círculo de letrados y bachilleres, o pactista, como deseaban la mayoría de los grandes linajes. Uno de los escasos choques de la guerra se produjo entre las fuerzas de Juan Carrillo de Toledo, al servicio del rey Juan II, y las de Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, alineado entonces con la Liga Nobiliaria. Aunque fue un pequeño combate, por su intensidad y consecuencias superó la consideración de escaramuza, por lo que no es de extrañar que fuera recogido con detalle por las crónicas del reinado como la Crónica de Juan II o la Crónica del Halconero. La batalla de Torote no fue solo uno de los pocos enfrentamientos directos en la larga guerra civil castellana, en la que las alianzas cambiaban según las expectativas de beneficios, sino también fue un momento en el que se manifestó la diferente idea de la guerra que existía entre la aristocracia, educada en los principios de la Caballería, y las fuerzas más profesionales al servicio de la monarquía de Juan II, que buscaban criterios de eficacia bélica propios de los ejércitos modernos más allá de las normas caballerescas. Una contradicción que se intensificó durante el siglo XV y que en ocasiones se reveló con dramatismo para alguno de los contendientes. Estas distintas concepciones acerca de la guerra no se limitaban solo a las ideas, a la estrategia y a la táctica empleadas, también afectaban a las características de las fuerzas enfrentadas. Por un lado, las huestes nobiliarias estaban basadas en la caballería pesada de armaduras y lanzas, en las que todo era ondear de penachos y estandartes, y en los peones de infantería, mientras que las fuerzas reales estaban formadas por rápidos jinetes de caballería ligera a la granadina y por ballesteros, idóneos para las escaramuzas y la maniobra.

Como todos los grandes linajes castellanos, López de Mendoza participaba de esta contradicción medieval a la hora de entender la guerra, pues si la doctrina sobre su práctica estaba presente tanto en obras de su biblioteca como en la suya propia, su actuación en los conflictos en los que participó estuvo determinada antes por los dictados -más morales, estéticos y sociales que bélicos- de la Caballería que por los preceptos del llamado arte de la guerra. No es de extrañar que la nobleza considerase la guerra, al igual que las justas y torneos, una ocasión idónea para el lucimiento social y para alcanzar la gloria personal; una actividad que tenía como requisitos esenciales el valor ilimitado y atenerse a las reglas caballerescas. Esta concepción, que tiene en Torote un buen ejemplo, despreciaba por deshonrosas todas las recomendaciones procedentes de la experiencia y de los tratadistas, como la maniobra o los ardides, admitiendo solo la aplicación de las normas caballerescas.

En Torote, las diferencias de equipo y táctica empleada se resolvieron en favor de las fuerzas del adelantado de Toledo, Juan Carrillo de Toledo, brillante vencedor de la batalla tras emplear el torna fuy, una maniobra propia de la guerra de la frontera granadina, tan sencilla como astuta, en la que cayó Santillana. Pero además, la derrota militar reveló cómo Íñigo López de Mendoza, el prototipo de noble y humanista, el caballero escritor antecesor de Garcilaso de la Vega, autor de las Serranillas y de Bías contra Fortuna, que encarnaba la combinación de las armas y las letras, poseedor de una de las mejores bibliotecas peninsulares, no debió leer los libros que guardaba dedicados al arte de la guerra escritos en latín, lengua que no dominaba, y en griego, que no conocía, de Vegecio o Frontino. Y es que la táctica empleada por Íñigo López de Mendoza en la batalla de Torote, propia de la Caballería, muestra la contradicción existente en este otoño medieval que determinaba la forma de combatir de la nobleza. Era el dilema que enfrentaba valor y prudencia, es decir, a las normas caballerescas con los principios del arte de la guerra deducidos de su estudio y práctica. Una disyuntiva que no afectaba a los que se pueden considerar ya soldados profesionales al el servicio de la monarquía, que se habían fogueado combatiendo a los nazaríes granadinos atendiendo tan solo a criterios de eficacia y éxito. Los mismos que inspiraron a Juan Carrillo de Toledo en la casi desconocida pero reveladora batalla de Torote, que anunciaba en Castilla el declive del mundo caballeresco y convierten en inútiles las dudosas lecturas del marqués de Santillana.

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