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Tribuna

Pablo Gutiérrez Alviz

La gallina ponedora

Si ya eran insufribles el 'caballero' o el 'familia', este recurso del 'chico' resulta una tomadura de pelo, bien blanco en mi caso

La gallina ponedora La gallina ponedora

La gallina ponedora / rosell

La gastronomía, con toda su parafernalia (viandas, dietas, alergias…), como fenómeno mediático que tanto afecta a la ciudadanía en su vida cotidiana no ha tenido descanso durante el mes de agosto. Desde la importancia de los alimentos para el medio ambiente hasta la paella del señorito (la que al comensal, como buen señorito, le sirven con todo pelado y no tiene que trabajar, ni siquiera mancharse las manos), pasando por ciertas novedades en el trato de los camareros y en las cartas de los restaurantes. Lo que empezó como moda pasajera va camino de convertirse en una dictadura sempiterna. No entro en el desgraciado asunto de la carne mechada que es la penosa comidilla actual.

El IPPC (Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático) ha presentado este mismo mes un informe en el que exhorta a modificar nuestros hábitos alimenticios si queremos conservar el planeta. Para ello, debemos duplicar la ingesta de frutas, verduras y legumbres y, en especial, restringir el consumo de carne, porque la ganadería contamina (consume mucha agua, produce estiércol, deforesta los bosques…) y provoca el cambio climático mediante la emisión de dióxido de carbono. Se habla de una dieta ecológica y solidaria para la salud planetaria. Una clara invitación al veganismo, o un paso más, a ser un climatarian: el que elige siempre la comida menos perjudicial al medio ambiente. Y para ir haciendo boca, también se puede enmascarar con el maltrato animal. He leído como ofertas culinarias una cola de toro "no lidiado en la plaza", o un revuelto de huevos de "gallina de campo criada en libertad".

Al acudir con unos amigos a un restaurante, un camarero nos recibió diciendo: "Hola, chicos". Lo que me sorprendió ya que todos peinábamos muchas canas. Y este saludo lo he escuchado repetido en otros bares veraniegos. Si ya eran insufribles el caballero o el familia, este recurso del chico resulta una tomadura de pelo, bien blanco en mi caso.

El mismo camarero podría traer una carta en la que los platos vinieran acompañados de variados símbolos y asteriscos con su traducción a pie de página. Me refiero al rosario de ingredientes que acarrearían consecuencias médicas derivadas del propio alimento (contenido calórico, de azúcar, colesterol…), y las de las llamadas intolerancias (al gluten, a la lactosa, a los frutos secos, al marisco…). Me temo que con el tiempo se incorporarán otras nuevas advertencias relativas a la dieta planetaria, es decir, el coste medioambiental de cada plato, como la equivalencia en dióxido de carbono del chuletón de ternera (a lo peor, gravado con un impuesto especial) que desearía pedir el insolidario y egoísta carnívoro.

Este intolerante rigor se puede romper si el maître recomienda expresamente: "Chicos, fuera de carta, tengo un tarantelo de atún exquisito". Quedaría al margen de las alergias, de la ecología y, sobre todo, del control del precio por el consumidor. Los nuevos tiempos exigen una extrema cultura anatómica del atún, quizá la nueva estrella de la jerga gastronómica (espineta, ijada, mormos, parpatana…). Cabe que también nos proponga una espuma o un gel como si tuviéramos que ir al cuarto de baño.

Una secuela de la crisis económica y del programa Masterchef es la de que algunos señoritos se han enganchado a la hostelería como medio de subsistencia. Abocados a los fogones, abren singulares casas de comidas con trato familiar.

Tengo noticia de un caso muy curioso en un restaurante de esta guisa. Al parecer, los comensales de dos distintas mesas pidieron la paella del señorito y el flamante cocinillas, decidió como genial idea preparar una sola (más grande) para ambos grupos. Y así lo hizo. Al cabo de un buen rato, tras servir a los clientes de la primera mesa y darles tiempo para que pudieran repetir, el ufano señorito compareció ante los hambrientos comensales de la segunda con el resto de la gran paella comunitaria: un arroz gélido.

Aunque moleste, uno puede aguantar que le digan chico, que lo miren mal por elegir un menú antiplanetario, pasar por un absoluto ignorante de la anatomía del atún y hasta recibir una estocada en la cuenta pero habría que incluir una advertencia sobre la gigante y fría paella de este innovador señorito.

En un futuro no muy lejano, la dictadura gastronómica limitará la oferta a saludables y equilibrados menús climatarians, y con suerte, un valiente mesonero ofrecerá fuera de carta, de tapadillo, rabo de toro viejo fallecido de muerte natural y paella caliente del señorito. El comensal sometido y con menos libertad que una gallina ponedora. Criada en cautividad, por supuesto.

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