Pese a los recientes llamamientos de su santidad León XIV, denunciando textualmente la “situación de inseguridad y violencia que sigue causando muertes espantosas” en Cabo Delgado, esta tragedia no encuentra apenas hueco en los medios de comunicación hispanos, monotemáticamente centrados en los sufrimientos de ucranianos y gazatíes.
Tan grande es el muro de silencio alrededor de este doloroso asunto, que tengo la certeza de que pocos lectores potenciales de estas líneas poseen una mínima información previa sobre las cuestiones que a continuación vamos a desgranar.
Cabo Delgado es el nombre de la provincia más septentrional de Mozambique, a orillas del Índico y en la frontera con Tanzania. La división confesional de sus más de dos millones de habitantes, entre cristianos y musulmanes, ha degenerado últimamente en un baño de sangre azuzado por el yihadismo internacional.
Poblado por bantúes, en el siglo XVI Mozambique fue colonizado por Portugal, lo que implicó temporalmente la soberanía de los monarcas de la casa de Austria sobre el territorio, en las décadas de unidad ibérica.
Mediada la centuria anterior a la presente, frustró la fiebre descolonizadora –en paralelismo con nuestra experiencia en el Sahara Occidental, a la que nos referimos hace meses en otro escrito– la política más activa de la metrópoli en dotación de infraestructuras y estímulo a la emigración europea. Lo que animó a la insurrección del guerrillero Frente de Liberación de Mozambique (Frelimo) en 1964, coronada en 1975 con la obtención de la independencia, tras el colapso del régimen salazarista, ahogado en un mar de claveles.
En contraste con la escasez de atención periodística, en la web del Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (Ceseden) podemos familiarizarnos con la realidad de los acontecimientos del norte de la antigua colonia lusa, gracias a un artículo de Óscar Garrido Guijarro en cuyo título nos da las tres claves fundamentales que intervienen en el germen del problema: yihad, marginación y gas.
En el origen de todo, la primera. A partir de 2007, una comunidad salafista local, denominada en siglas ASWJ, se reveló como elemento de desestabilización que encontró su caldo de cultivo en el malestar de los miembros de la etnia mwani, de religión islámica, por su postergación social respecto a la etnia cristiana makonde. Un proceso agravado por la desvertebración de la economía tradicional de los mwani, a causa de las actuaciones de multinacionales foráneas para la explotación de los recursos gasísticos de la región.
Las acciones armadas del grupo integrista, convertido en milicia hacia 2017 y más tarde vinculado al ISIS, han provocado desde entonces miles de víctimas mortales, así como desplazamientos periódicos de masas de inocentes que huyen de la violencia. Por ejemplo, los sucedidos en el verano al que estamos diciendo adiós y ante los que la opinión pública española se ha mostrado, como con otros desastres del África subsahariana, sorda, ciega y muda.