La barriada San Carlos es simétrica. La calle Tharsis, con su mediana de arbolitos, con sus señoras y señores que van a la compra, con su bar de desayunos, con sus tiendas de barrio, tiene viviendas a un lado y a otro. Pisos de la clase media trabajadora que se forjó en los años 60 y 70 del pasado siglo. La barriada San Carlos es ahora tristemente simétrica. Al Este, en una de las torres más altas, vivía Marta del Castillo. Al Oeste, el bloque donde vivía Sandra Peña, a quien sus padres tampoco quieren que olvidemos, como ellos nunca lo harán. Dos muertes trágicas, absurdas. La de Marta a manos de unos seres viles y despreciables. La de Sandra por mor de una sociedad que está creando pequeños monstruos insensibles y egoístas.
Conozco de sobra el colegio de Sandra. Las Irlandesas del Loreto, un centro religioso concertado. Mis tres hijos han estudiado allí, yo mismo pertenecí a la junta directiva del AMPA, y les aseguro que pasaban cosas que nunca han estado, al menos bajo mi criterio, en consonancia con los presuntos principios y la filosofía inspirada por la fundadora, la religiosa católica Mary Ward (1585-1645), de la que siempre ha presumido la dirección del centro educativo. Ponerse de perfil y manejar lo políticamente correcto ha sido la respuesta habitual, eso y la misma actitud de parte de los mismos padres que ven la disidencia legítima como algo molesto, por decirlo suavemente. Situaciones donde incluso en alguna ocasión la víctima ha sido culpabilizada en cierta forma. Ahora muchos en el barrio van diciendo que algo así “se veía venir y cualquier día pasaría algo malo”. Pero nadie hizo nada. A los colegios no les gusta salir en los medios por estas causas, no quieren mala propaganda y juegan con la vida de jóvenes que viven un infierno cada mañana que cogen su mochila para ir, con el alma encogida, a enfrentarse a su terrible día a día, donde todo debería ser amistad, alegría y alegre convivencia entre niños y adolescentes. Lo sangrante de este caso es que a pesar de las denuncias de los padres, el colegio no hizo nada para evitarlo.
Un día cualquiera, Sandra se fue directamente de su infierno particular a la azotea de su bloque de viviendas, desde donde se puede ver el patio del colegio, y dio el paso que nunca se tenía que haber producido. El barrio seguía con su vida normal, gente preparando la comida, tomando una caña en la cervecería de la esquina, volviendo del trabajo, recogiendo a los pequeños del cole, comprando el pan para el almuerzo, saliendo del supermercado con el carrito de la compra… Mientras tanto una familia quedaba destrozada, rota para siempre. Una niña, apenas 14 años recién cumplidos, yacía en el suelo de ese barrio que ahora está conmocionado, herido por esta muerte absurda y evitable.
Los niños pasarán junto a la casa de Sandra, con sus politos amarillos, celestes y rojos, las casas de Javier, de Loyola, de Ávila. Competirán, como cada año durante tantos años, a los sports. Por los megáfonos sonará alguna alegre canción, mientras los padres se toman una bebida en la barra montada por la asociación de padres y madres de alumnos. En la fiesta fin de curso, los que finalizan sus estudios, vestidos para la ocasión, recibirán su diploma de graduación. Sandra Peña no estará entre ellos.