Pascal es el nombre del cocinero francés que regenta un establecimiento de comida casera para llevar en Granada. Se encuentra ubicado en una calle céntrica de mucho tránsito, pero que aún no ha sido del todo tomada por las avalanchas turísticas, cada vez más frecuentes y más multitudinarias, que se han convertido en el negocio más pujante de la ciudad de un tiempo a esta parte. Se percibe en cómo el espacio disponible para quienes la vivimos se ve reducido para beneficio de marcas franquiciadas cuyas cajas recaudadoras se encuentran muy lejos. La mayor parte de la riqueza que recolectan no se queda en las manos de quienes trabajan en ellas, ni en las de quienes habitamos y cuidamos los lugares cuyos atractivos explotan, aunque –eso sí– somos los principales sufridores de las externalidades (negativas) a las que esas actividades comerciales dan lugar. Es la misma historia se vaya a donde se vaya: Málaga, Sevilla… París. Es la globalización, amigos.
Una parte muy considerable del dinero producido a base de vender lo mejor de los espacios públicos de nuestras ciudades se va en forma de rentas del capital a esas otras ciudades, las ciudades globales como Nueva York (a gran distancia de todas las demás) o Londres o Moscú, en las que se instalan los individuos ricos, porque les aseguran que su riqueza se encuentra a salvo, sus hijos van a recibir la educación de élite que contribuye a que mantengan su estatus de casta superior y ofrecen las condiciones adecuadas para que puedan seguir desarrollando sus negocios. Ciertamente las estrategias residenciales son un componente significativo de la constitución de una plutocracia global. La red de ciudades globales son centros neurálgicos en los que se concentra el poder y el control dado el proceso de las últimas décadas de deslocalización de empresas y su expansión por el planeta.
Obviamente no es el caso de Pascal, que no es un millonario ni aspira a serlo. Su modesto establecimiento no es de una franquicia de identidad líquida, sino un negocio con personalidad, cuya alta calidad a precios razonables ha sido reconocida repetidamente por Le Guide du Routard. En la puerta de entrada exhibe los reconocimientos otorgados en varios años junto con pizarras y letreros donde anuncia sus platos elaborados por él mismo. Todos los días tiene su plat du jour, su plato del día, que ha sido cocinado con ingredientes que él mismo compra en el mercado. Por menos de cinco euros puede uno disfrutar de un sabroso pastel de carne o una deliciosa ración de pollo al curry. Al cruzar su puerta el cliente tiene la impresión de trasladarse a un pedacito de Francia, como si fuese algo así como una embajada culinaria que constituyese un trozo de suelo soberano francés.
En el rato que pasa desde que entro hasta que me voy con mi plat du jour Pascal y yo gozamos de una conversación en la que practicamos la ironía utilizando de materia prima lo que acontece en el mundo. Compartimos en muchos aspectos un punto de vista crítico respecto del camino que sigue la política, particularmente la europea. Somos presa de la misma frustración porque observamos cómo las élites que detentan el poder le ganan la partida a la mayoría de la ciudadanía en el contexto de unas democracias que muestran una palmaria debilidad a la hora de hacerle frente a las injusticias evidentes.
En nuestra última microtertulia le expresé mi admiración por el pueblo francés, por su ánimo movilizador, por esa fuerza que les parece venir de sus ancestros revolucionarios y que les lleva en volandas a las calles, a rebelarse con pasión contra la injusticia. Le declaré mi esperanza en que ellos mantuvieran viva la llama de la Europa que todavía cree en el progreso universal, ese valor que actualmente parece pasado de moda, ante el empuje arrollador de tanta reivindicación identitaria y tribal en consonancia con la exclusividad low cost que nos vende la mercadotecnia. Pero Pascal me replicó que la desmotivación se ha apoderado de los franceses, consentidores en general del paulatino empobrecimiento de las clases media y trabajadora. No me extraña: es la muestra de la desmotivación aprendida de una ciudadanía que ha abrazado el desempoderamiento voluntario. Así acabamos nuestra charla: ensombrecido el ánimo por una nube de melancolía.