La tribuna
La Hispanidad: de viejos mitos a nuevas metas
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Como médico intensivista estoy acostumbrado a tomar decisiones clínicas con el apoyo de los datos. Pero en la pandemia, todos los profesionales hemos tenido que adaptarnos a la incertidumbre. Las vacunas contra el Sar-Cov-2 ha dejado un reguero de cuestiones sin aclarar: no sabemos aún cuánto varía la eficacia real entre ellas, cómo actúan en quienes tienen mayor riesgo de enfermedad grave -no suelen estar representados en los ensayos clínicos que, naturalmente, se realizan con muestras de individuos sanos-, cuánto tiempo dura la inmunidad, qué capacidad tienen para reducir la transmisión del virus, etcétera. La confianza de los ciudadanos en la seguridad de la vacunación se hundió después de que en EEUU se detuviera por unos días la inmunización con Johnson & Johnson. Se pudieron identificar varios casos de una enfermedad rara entre mujeres de menos de 60 años, caracterizada por trombosis en vasos del cerebro y el abdomen y bajo recuento de plaquetas en sangre. Y se concluyó que el beneficio de su efecto protector supera con creces el riesgo remoto de este grave efecto adverso. Poco tiempo después ocurrió lo mismo en Europa. La EMA (Agencia Europea del Medicamento) investigó efectos parecidos con la de AstraZeneca. Pero aquí no se han ofrecido indicaciones claras sobre riesgos y beneficios. La EMA calcula que los casos raros de trombosis aparecen en casi 1 de cada 100.000 vacunados, y recomienda -salvo para quienes han padecido el referido efecto adverso- continuar la segunda dosis con la misma vacuna. Ante la ausencia de medidas concretas para reducir ese riesgo, el Ministerio de Sanidad español ha aconsejado, en cambio, combinar otras vacunas en la segunda dosis (pauta heteróloga) en menores de 60 años. Así las cosas, la confusión está servida. Como era de esperar, muchas personas, entre vacunadas y no vacunadas, se han vuelto reticentes. Hay que reconocer que estas incidencias ponen de manifiesto el filo de navaja sobre el que basculan las autoridades.
La vacunación representa el arsenal disponible para proteger a las personas. Al margen de las medidas preventivas esenciales (mascarillas, lavado de manos y distancia física), la inmunidad colectiva se adquiere si se vacuna más del 65% de la población. Pero la inoculación arrastra sus riesgos, y estos deberían comunicarse pronto y de forma diáfana, para que no se rompa la confianza social y, al mismo tiempo, se preserve la ética científica. Y aunque los datos sobre seguridad son un campo de minas por la velocidad con la que cambian, eso no impide que tal dinámica se comunique con la debida claridad. No sorprende la preocupación generada en los ciudadanos con el caudal de noticias dispersas, fragmentarias y, a veces, contradictorias aparecido sobre la seguridad de las vacunas. Si bien la pausa que ordenaron los gobiernos americano y europeos demuestra que los sistemas de monitorización funcionan, es evidente que no logran comunicar la información con claridad. Los ciudadanos necesitan contextualizar los datos, más allá de conocer el número de afectados. Necesitan saber qué significa para ellos la probabilidad de un caso de reacción grave entre cien mil vacunados; comunicar en esa clave debería ser un reto para las autoridades. Como clínico sé que las personas perciben el riesgo en salud con la inevitable carga de la subjetividad. Por eso, en toda información sobre riesgo hay dos elementos con los que contar a la hora de tomar decisiones: la probabilidad de que algo suceda y el impacto que ese algo tiene en la vida de uno. No se trata sólo de conocer la probabilidad de que se presenten dolores musculares después de recibir una dosis de vacuna de la gripe, sino saber también qué representan esas mialgias en la situación personal. El significado de esos síntomas para un médico cargado de guardias seguramente difiera del que pueda tener en otra persona, digamos, con tiempo libre para recuperarse. Al igual que en otros aspectos de la vida cotidiana, la transparencia es la clave de la confianza. Afortunadamente, se ha demostrado que informar sin ocultar incertidumbres no contribuye a crear confusión, ni siquiera a dar alas a los negacionistas. En mi trabajo en UCI percibo que cuando una familia se siente bien informada sobre la incertidumbre que como médicos arrastramos sobre posibles resultados en un paciente, comprende mejor nuestra actitud y se siente más segura a la hora de compartir decisiones. Dice Amiel, el autor del interminable Diario íntimo, que "la incertidumbre es el refugio de la esperanza". En adelante las autoridades deberán comunicar lo que saben, y lo que no saben, involucrar a la sociedad en los debates, respetar sus opiniones y generar, transparencia mediante, la confianza con que afrontar las crisis venideras.
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