La tribuna
Miré los muros de la patria mía
Asombra que un presentador televisivo tan empeñado siempre en erigirse en protagonista ante el invitado de turno se postre a los pies del entrevistado, si es Felipe González o Arturo Pérez-Reverte. Las tonterías que deben hacer o ver otros invitados desaparecen con ellos, pues el hormigueante presentador no quiere desperdiciar un gramo de la mucha sabiduría que ambos derrochan. Hace poco Felipe González estuvo dando clases, magistrales, sobre la actualidad política española e internacional. Cuando habla del sometimiento del actual presidente de Gobierno al chantajista catalán fugado de la justicia uno echa de menos a un periodista que le pregunte si Puigdemont no es el lodo que han traído los polvos de Pujol, o si en el poder exagerado de nacionalistas catalanes y vascos en la política española desde hace medio siglo él, presidente de Gobierno durante catorce años, nada ha tenido que ver. ¿Que Pujol no declaró una independencia de teatrillo? No, pero la apoyó y sentó las bases para que el separatismo enraizara en su región. O que le pregunte si la degradación de la fiscalía general del Estado no empezó en 1986, cuando un fiscal general del Estado que puso contra las cuerdas a Pujol, salpicado por el caso Banca Catalana (primero de tantos casos de corrupción por los que la justicia, tan igual para todos, no va a tener tiempo de condenarlo, pese a su longevidad), dimitió ante la presión política y fue sustituido por Javier Moscoso, ex ministro de González. Les suena eso de que un ministro pase, en dos meses, de serlo a ocupar la fiscalía general del Estado, ¿no? Qué lástima que un profesional no pregunte al viejo político si el lodo actual no viene, en alguna medida, de ciertos polvos asentados durante su mandato, si algunas de sus decisiones no han influido en la deriva de nuestra situación política.
Hace poco Arturo Pérez-Reverte escribió una columna titulada Las editoriales tienen muy poca vergüenza, a propósito del ofrecimiento de contratos a gente conocida para editarle cualquier novela que firme y la proliferación de comunicadores y personajes televisivos que ahora escriben, a los que publican sus libros, sean buenos, malos o mediopensionistas. Y lo que esto pueda deteriorar la literatura. Hasta ahí, argumento irreprochable. Pero uno se pregunta: ¿Pérez-Reverte no era un famoso reportero de guerra que empezó a publicar cuando era muy conocido? ¿Por qué las Ónegas, las Intxaurrondos, los Jorge Javier tienen menos derecho a publicar novelas, a ser tentados por esas editoriales con tan poca vergüenza? Se dirá que él hace literatura y ellas no. Bueno, convendría echar la vista atrás, cuando el cartagenero, una semana sí y otra también, arremetía contra los Benet, los Ferlosio, los escritores supuestamente ilegibles y que entonces se tenían por alta literatura, frente a la folletinesca que escribía, y escribe, Pérez-Reverte. Como es listo, se hizo amigo de Javier Marías, exponente máximo de la Literatura, con mayúscula, ha publicado en una editorial de prestigio y buscó entrar en la RAE y así, con estos barnices, darle una pátina de pertenencia al canon literario a su obra, libros de entretenimiento como los que parecen buscar tanta desvergonzada editorial. Incluso, tras morir Vargas Llosa publicó una foto donde posa con el finado y Javier Marías, foto que parecía decir: ya sólo quedo yo. Como si fueran escritores comparables. En la proliferación de estas novelas entretenidas de caras famosas, casi siempre sin tono ni pretensión literaria, ¿no ha tenido Pérez-Reverte parte, quizá nada desdeñable, de influencia? ¿No fue un pionero? Seguro que la próxima vez que el coco de pelo rojo lo lleve a su programa le preguntará, entre una lección magistral y otra, si al lodo editorial que por lo visto hay ahora los polvos de sus libros nada han contribuido.
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