Ignacio romero de solís. escritor Y PERIODISTA

"Welles me dijo que su gran ilusión era hacer una película sobre el señorito"

  • Periodista de larga y reconocida trayectoria, actualmente está entregado a escribir una trilogía novelesca sobre el final de una clase social revolcada por la historia: la nobleza andaluza.

¿Quién es Ignacio Romero de Solís (Sevilla, 1937)? Podríamos contestar con una lista de adjetivos tan anárquica como contradictora: un marqués (aunque lo esconde con celo, lleva las armas de Marchelina) bonvivant y volteriano; un hombre de profunda inquietud moral sobre el que todavía pesa la educación jesuítica; un patriota que conoce todos los caminos y fondas de su muy adorada España; un ex comunista reconvertido en un liberal con tentaciones libertarias; un melancólico con destellos de exaltado vitalismo (o viceversa); un hooligan analítico e intelectual del Sevilla F. C.; un taurino cabal y pesimista; un periodista renegado y reconvertido en escritor tardío y entusiasta; la Sherezade que atesora mil historias con las que embaucar a príncipes e incautas; un hombre de una cultura vasta y clásica; un amigo generoso con las puertas siempre abiertas... Desde su autoexilio gaditano, Ignacio (a secas) está entregado a la escritura febril de una trilogía que quiere ser el gorigori de una clase social de la que, según él, ya apenas quedan algunos restos en la playa de la historia: la nobleza andaluza. Después de la aparición de Palmagallarda (Renacimiento) durante estos días ultima la escritura de la segunda entrega, centrada en los días de la guerra y la posguerra. He aquí una simple charla matutina con tan egregio personaje.

-Me resulta llamativa esa frase que se le atribuye: "Vengo de dos mundos que han desaparecido, la aristocracia y el comunismo".

-No es la aristocracia la que ha desaparecido, sino la nobleza. Actualmente, la aristocracia no tiene nada que ver con la sangre, sino con el dinero. Aristócratas son Ronaldo, Messi, Sergio Ramos y los grandes industriales... En la medida que la nobleza ha ido perdiendo su fortuna ha ido perdiendo su función social y, por tanto, desapareciendo... Apenas quedan algunos vestigios, como las maestranzas de Ronda y Sevilla.

-¿Y el comunismo? Si actualmente sobrevive es camuflándose en otros discursos.

-Sí, sólo hay que leerse El fin del homo sovieticus, de la maravillosa premio Nobel Svetlana Aleksievich, para darse cuenta de lo inexorable de su fin.

-¿Cómo un hombre de su entorno social ingresó en el PCE en pleno franquismo?

-Tuvo mucho que ver mi vocación intelectual y mi inquietud por España, fomentadas en un inicio por los jesuitas y las lecturas de la Generación del 98, de la que he sido y sigo siendo un devoto lector. Para mí, la oposición al franquismo era un imperativo moral y, como por entonces la única oposición al régimen la desarrollaba el PCE, decidí ingresar en este partido, paradójicamente después de la lectura de El cero y el infinito, de Arthur Koestler, un furibundo alegato anticomunista que me demostró que los comunistas no eran puros y perfectos, por lo que yo podía pertenecer a sus filas sin problemas. En mi primera entrevista con Semprún le pregunté qué le parecía el libro, a lo que me respondió que le parecía una bazofia y una propaganda criminal. Le contesté que, dijera él lo que dijera, los Procesos de Moscú eran verdad y lo que decía Koestler iba a misa.

-Curioso, porque Semprún terminó siendo víctima de una depuración liderada por la Pasionaria, como tan bien narra en Autobiografía de Federico Sánchez.

-Sí, terminó escribiendo y dando testimonio sobre ese asunto. Durante aquella conversación que le comentaba, no tengo dudas de que él me estaba engañando. Seguro que conocía la realidad.

-¿Ha sido Semprún la gran figura intelectual del PCE del siglo XX?

-No. La figura intelectual más destacable del PCE fue Manolo Sacristán y luego, si me apura, Javier Pradera. Semprún tenía más aspiraciones literarias que ideológicas. Era un hombre valiente, con un enorme atractivo personal, con capacidad de análisis, de organización y de atraer gente para el PCE. Estuve en muchas reuniones con él en Madrid y París.

-¿Eran los comunistas de su época demócratas?

-No, aunque luchaban por objetivos democráticos como la reconciliación nacional o la libertad sindical. Muchos de ellos ni siquiera eran marxistas. Casi ninguno había leído a Marx y la única lectura ideológica que tenían muchos era Los fundamentos del leninismo, libro escrito por Stalin. Sin embargo, eran muy patriotas y preferían una España azul a una España rota. Cuando dejé de militar en el PCE seguí colaborando con ellos, escondiendo a gente, llevando en el coche alguna multicopista, firmando documentos de protesta... Seguí tratando y admirando a muchos de ellos, pero ya pensaba que eran gente de otro mundo y que su tiempo había pasado. Hasta cierto punto yo nunca fui comunista.

-¿Cómo era la Pasionaria?

-Yo no la conocí, pero existía una auténtica idolatría por su figura, incluido Semprún, que le dedicaba versos por su aniversario. Era como la Virgen de los Dolores del PCE.

-¿Había buen clima de camaradería?

-En la vieja guardia nadie se fiaba de nadie. Habían visto cómo se purgaba a la gente, muchos eliminados físicamente después de ser torturados. No obstante, había una vieja guardia sevillana que me interesaba mucho, la formada por Antonio Mije y Manuel Delicado, dos personas de perfil muy distinto. Delicado respondía al tipo del sevillano fino y frío y había entendido mucho mejor que otros el exilio francés, porque vivía con una farmacéutica del país. Sin embargo, Mije, que había sido un dirigente del Puerto de Sevilla, era una persona llena de energía y muy simpático. Echaba mucho de menos España y Sevilla. Lo que más, el pescado frito.

-¿Y no se arrepiente de su paso por el PCE, una vez conocida la historia negra del comunismo?

-Como dije antes, para mí la lucha contra el franquismo era una obligación moral. Personalmente tuve que pagar un precio muy alto: estuve un año en la cárcel, pasé mucho miedo; sufrí diez días de interrogatorios diarios, algunos de siete horas seguidas; seis meses encerrado en una celda sin ver a nadie... Muy duro. ¿Si me arrepiento? No... la vida no es una moviola en la que uno puede dar marcha atrás cuando quiere.

-Sobre ese mundo de la aristocracia andaluza ha publicado recientemente una novela, Palmagallarda, el inicio de una futura trilogía. En Inglaterra y otros países existe una cierta tradición literaria de carácter elegíaca sobre ese mundo perdido. Sin embargo, en España todo es más bronco y marcado por esa gran falla histórica que fue la Guerra Civil.

-Fíjese, por ejemplo, En la casa del padre, libro en el que José Manuel Caballero Bonald, un gran escritor, ajusta cuentas con su clase social de una manera violenta y llena de odio. Yo, sin embargo, he querido escribir con misericordia, piedad e, incluso, cierta admiración, porque le reconozco a la aristocracia indudables valores estéticos.

-¿Por qué decidió escribir esta novela?

-El origen está en una conversación con Orson Welles en la Feria de San Pedro de Burgos, antes de una corrida en la que toreaban Ordóñez, Bienvenida y un tercero del que ya no me acuerdo. Domingo Dominguín nos invitó a un grupo de amigos a almorzar. Yo llegué puntal a la cita y el único que ya estaba era Welles, en una esquina y detrás de una pirámide gigantesca de cáscaras de cangrejos castellanos de los que se pescan en el Arlanza, el Arlanzón y todos esos ríos trucheros. Además, se había bebido dos o tres botellas de verdejo. Me explicó que él comía antes para, después, concentrarse y no perderse ni un punto ni una coma de la conversación de los taurinos y me confesó su fascinación por el señorito andaluz, al que colocaba sólo por debajo de los toreros y los gitanos. Welles me mostró su interés por esos hombres que lo mismo se dedicaban al acoso y derribo que a viajar a Londres o Nueva York para vender vino, naranjas o aceitunas. Según él, eran los únicos que sabían hablar inglés y que tenían una visión cosmopolita, al mismo tiempo que después eran profundamente toreros y flamencos. Durante la conversación, llegó a confesar que la gran ilusión de su vida era hacer una película sobre los señoritos andaluces, pero que nunca la haría, porque entonces no podría volver a España. "Para mí la Feria de Abril, San Isidro, San Fermín y las corridas de Bilbao y Málaga es lo más importante y no estoy dispuesto a perderlas", me dijo. Yo nunca podré tener una mirada sobre esta clase social como la de Orson Welles, pero sí me di cuenta de que podía dar una visión desde dentro. Escribir esta novela ha sido una preocupación constante durante los últimos quince años.

-Ha salido a relucir el nombre de Domingo Dominguín, del que fue muy amigo.

-Un personaje fascinante y un gran amigo. Fue discípulo, junto a Benet, de Alfonso Buñuel, también surrealista como su hermano Luis. No se sabe muy bien qué ocurrió, pero Dominguín le retiró el saludo a Benet. Yo conocí los esfuerzos enormes del escritor por poder reingresar en el paraíso perdido de Domingo Dominguín, algo que nunca consiguió.

-¿Era comunista sincero?

-Jugó a ser comunista porque en ese momento era lo más arriesgado y divertido. En una cacería, Franco le dijo a su hermano Luis Miguel que le habían informado que uno de sus hermanos era comunista, a lo que éste le contestó: "Le han informado mal, excelencia, lo somos los tres". Eso no lo hace cualquiera. Hay que ser torero.

-Como periodista -un oficio por el que no siente ninguna nostalgia- ha participado en numerosas publicaciones y medios, entre otros La Ilustración Regional, TVE, Antena 3, Diario de Cádiz o Abc, periódico del que fue columnista de referencia en su edición andaluza. Sin embargo, yo tengo predilección por las críticas gastronómicas que firmaba como Ventura Comino.

-Me lo pasé muy bien escribiéndolas. Ventura significa felicidad y comino es la especie más insignificante, pero muy usada en la cocina popular andaluza.

-¿Se como bien en Sevilla?

-Tanto entonces como ahora los restaurantes sevillanos siguen siendo malos y caros. Voltaire, que era un hombre muy informado, llegó a decir que lo único bueno que había en Sevilla eran los caballos cartujanos y que la comida era detestable.

-La antropóloga Isabel González Turmo me aseguró en una entrevista que la gastronomía regional española fue un invento del franquismo. ¿Cree que existe una cocina andaluza?

-Al igual que pasa con el idioma, la cocina andaluza es una variante de la castellana.

-¿Y cuál es el gran plato de estas tierras?

-El cocido es el plato central de la cocina española. Se sirve de formas muy diversas, pero el andaluz o sevillano, como señaló Richard Ford, es excepcional. Esto se debe a que nuestras chacinas, que vienen de la Sierra de Huelva, son las mejores. Maximiliano de Habsburgo, el malogrado emperador de México, habla elogiosamente de este plato en su libro Por tierras de España, que se servía de forma soberbia en la elegantísima Fonda Europa de la calle Sierpes.

-Sin embargo, los garbanzos no tienen muy buena fama, ni siquiera entre los españoles. Para meterse con él, a Galdós le llamaban -y llaman- el garbancero.

-Sí, y Ortega hablaba del "cacumen seco y agarbanzado" de los españoles". En mis fichas para un libro que tengo muy trabajado y parado desde hace varios años, Paisaje, cocina y literatura, guardo cosas muy sustanciosas. Por ejemplo, las críticas a los garbanzos de la Condesa D'Aulnoy, quien llegó a nuestro país porque se le acusaba en Francia del asesinato de su marido y escribió Relación del viaje de España 1679 y 1680. Teophile Gauthier y Alexander Dumas también dijeron cosas terribles sobre los garbanzos.

-¿Y cuál es su opinión? Me consta que cocina unos cocidos maravillosos.

-El garbanzo es una leguminosa magnífica, exquisita. Es una lástima que en muchos países se dedique exclusivamente a pienso para los caballos.

-Como militante político y periodista fue uno de los muchos españoles que fraguaron eso que se ha llamado la Transición, un periodo puesto en cuestión hoy en día por algunos. ¿Cuál es su balance?

-Creo que la Transición aportó muchísimo a la vida política, cultural y económica de España, pero también que en su núcleo anidaban errores graves que estamos pagando y ya veremos por donde saldrán, en particular todo el apartado relativo a la administración territorial. Fue un error incluir en el texto constitucional la palabra nacionalidades, algo que se hizo por la sibilina insistencia de Miquel Roca. Cela, que era por entonces senador por designación directa del Rey, protestó airadamente y con toda la razón. Pero a esos errores se añadieron las traiciones de los nacionalistas catalanes y vascos y, principalmente, el siniestro papel del PSOE, que dejó de ser obrero y español. Este partido pasó de fervoroso cultivador de la ambigüedad a desvertebrarse y a descerebrarse. Si se mantienen las provincias sobran las autonomías y si se mantienen éstas sobran aquellas.

-¿Se puede dar marcha atrás?

-No parece fácil dar marcha atrás en el proceso autonómico. Sí resultaría más factible eliminar las provincias y reformar las autonomías.

-¿Cree que ha llegado el fin del bipartidismo?

-El bipartidismo ha dejado de existir y no me parece mal. Habrá que acomodarse a los nuevos tiempos, aunque será difícil con un partido conservador que se avergüenza de serlo y trata de presentarse como socialdemócrata. El panorama de la mal llamada y multidividida izquierda -¿existe tal?- es aún más problemático, basta con echarle una ojeada a lo que pasa en Francia o Italia, nuestros puntos de referencia tradicionales.

-¿Qué opina del órdago separatista catalán?

-El desafío independentista catalán, pese a la radical inviabilidad del proyecto, es un hecho grave al que supo enfrentarse con ideas y energía la II República, pero Zapatero le dio alas y Rajoy se ha puesto de perfil.

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