Rafael Adolfo Téllez | Poeta

“El amor es un asunto que linda con lo salvaje, debe ser que soy de pueblo”

  • Es una de las mejores voces poéticas del grupo que fraguó en los 80 y 90 en torno a Renacimiento

  • Hombre de vida cervantina, ha ejercido oficios tan diversos como guionista, camarero o profesor

Entrevista con Rafael Adolfo Téllez / José Ángel García

Rafael Adolfo Téllez (Palma del Río, 1957), con su airoso sombrero y su pañuelo gualda, gasta últimamente un aspecto de secundario de John Ford, uno de esos que van en el pescante de la diligencia o escriben las crónicas de duelos en el periódico local entre whisky y whisky. Al fin y al cabo en su árbol genealógico hay sangre de los centroeuropeos que trajo Carlos III para colonizar algunas comarcas andaluzas. De ahí su heterónimo Joseph Uber, que tan buenos poemas ha inspirado. Téllez, que practica una épica de la derrota –con un toque Woody Allen– y el culto a los fantasmas que pueblan cortijadas y caminos, pertenece a esa generación de poetas sevillanos que se fraguó en torno a la editorial Renacimiento durante los 80 y 90, junto a nombres como José Julio Cabanillas, Juan Lamillar, Pepe Serrallé o Vicente Tortajada. Que es una de las mejores voces de la poesía española de aquellos años lo atestiguan libros de la calidad de ‘Muertes y maravillas’ (Fundación José Manuel Lara) o ‘Los cantos de Joseph Uber’ (La Veleta), entre muchos otros. Su poesía completa se recoge en Los pasos lejanos (La Veleta). Hombre de vida cervantina, ha ejercido todo tipo de oficios: guionista, librero, locutor y hasta camarero del bar La Carbonería. Su vida laboral la acabó como profesor buhonero por los institutos de Andalucía. Vive con su madre y posee tres casas.

–Jubilado viene de júbilo, ¿cierto?

–Nunca he sido alguien jubiloso, sino más bien ciclotímico, que va de una punta a otra. Me he jubilado de profesor, después de tener una vida laboral a veces muy penosa. He trabajado en bares, librerías, la radio... Pero sí, es alegre para mí haberme jubilado de profesor.

–¿Estaba harto ya de los estudiantes de instituto?

–La enseñanza, como la vida misma, tiene mucho de infierno y mucho de paraíso. En la enseñanza he disfrutado más que en ningún otro oficio de los que he tenido... Bueno, también disfruté mucho como guionista de televisión, cuando trabajé con Paco Cervantes, Carlos Herrera y Salvador Domínguez, haciendo la serie Retratos.

–Hubo una época en que los poetas trabajasteis bastante de guionistas. Ahí está también el caso de Javier Salvago.

–Yo trabajé con Salvago en Radio América. Él era el guionista de Quintero y yo tenía mi propio programa, que se llamaba Los libros de amor no mienten.

–¿Y eso es verdad?, ¿los libros de amor no mienten?

–Mis poemas de amor, desde luego, no mienten. Esa pregunta me la he planteado mucho. Hace tiempo, cuando publiqué uno de mis libros –ya no me acuerdo cuál– me sacaron en Noticias 24 Horas y como rótulo pusieron una frase que yo dije pero no es mía, sino de un crítico extranjero: “El poeta tiene todos los privilegios menos el de mentir”. Trato de no mentir en los poemas, porque los poemas falsos se notan.

Mi sensibilidad y vocabulario es de otro tiempo. Mi sentimentalidad es muy antigua

–¿Qué tal la etapa en Radio América?

–Me lo pasé bien. Tuve entrevistas memorables, como la de Juan Diego, Omara Portuondo, Félix Grande, Cristina Peri Rossi, Mario Maya... La emisora de Quintero te facilitaba mucho estas entrevistas.

–Ya que lo menciona, Félix Grande fue uno de sus grandes referentes.

–Él me llamaba hermano. Fue el poeta que más me influyó en mi primer libro. Luego empecé a recibir el aporte de otros poetas, sobre todo americanos. Quizás el que más fue el venezolano Eugenio Montejo, que llegó a ser muy amigo. Abelardo Linares fue el primero que lo editó en España por intermediación mía.

–Usted se cría a partir de los siete años en la campiña sevillana, en Cañada Rosal.

–Soy de esas zonas repobladas por Carlos III con alemanes. De ahí mi heterónimo Joseph Uber, un apellido alemán que, según Juan Bonilla, significa “por encima”. Tengo conciencia de venir de un lago lejano. Allí, en Cañada Rosal, hay muchos apellidos de origen alemán Ostos, Duvison... El apellido de mi abuelo, al que le dedico algún poema es Bernette, de origen francés. También tengo el apellido Flores. Quién sabe, quizás tengo un ramalazo gitano. En el fondo de mí late el extranjero que soy. Mi padre era casero de una finca, pese a que dicen que descendemos de los Duques de Osuna. Los Téllez eran unos grandes terratenientes de Palma del Río, pero mi abuelo se arruinó y vendió todo. De hecho, una tía mía decía de mi padre que no hacía nada en la casa porque era muy señorito al venir de la “gente de los duques”. Mi madrina fue una beata rica que terminó en un manicomio por temas de herencia. Me bautizó el arcipreste de Córdoba.

–El campo, lo rural... son las raíces de su poesía, el mundo al que constantemente vuelve. No le dio por hacer poesía urbana, que es la que se llevaba en su juventud.

–Hay gente que tiene como una bandera la poesía urbana. La poesía es buena o mala, sin banderas. Un poeta debe ser lo que decía Leonard Cohen: “un hermoso vencido, un derrotado”. Es cierto que tengo una sensibilidad y un vocabulario antiguos. Mi sentimentalidad es muy antigua.

–Usted habla de un mundo desaparecido.

–Manuel Gregorio González ha escrito varias veces sobre esa pertenencia mía a un mundo desaparecido. Es verdad que han desaparecido las costumbres, los bueyes... La tierra ya no es para ellos.

–La garrucha del pozo, el canto del búho joven, la leña de chaparro..., son palabras que aparecen en sus poemas. Muchas de ellas ya no se usan, pero están cargadas de belleza. Es difícil leerlas sin tener un sentimiento de pérdida, aunque uno no haya vivido nunca en ese mundo.

–Hay un poema en el que yo hablo sobre mi madre, que cocina con leña de chaparro y cazuela de barro. Yo vivía en el campo donde trabajaba mi padre. Eso está en mi memoria y era hermoso. Por eso quiero mantenerlo.

Si cocinas con leña de chaparro ganas en lentitud, en tiempo... Es decir, en sabiduría

–Pero dígale usted a alguien que en vez de encender la vitrocerámica se ponga a preparar un fuego de chaparro.

–Pues ganaría en lentitud, en tiempo... Es decir, en sabiduría, en saber en disfrutar el momento.

–Su amigo, el incomparable José Julio Cabanillas, dijo en la presentación de uno de sus libros que “la belleza requiere paciencia”. Pero no vivimos un tiempo propicio para la paciencia, con tanta inmediatez y tanto click.

–Esto es un disparate y la poesía se ha empobrecido mucho. A la poesía no hay nada que le siente peor que el deseo de éxito que parece que tienen hoy todos los poetas jóvenes. Usted lo sabe: están saliendo poetas horrorosos a los que además les dan premios. En la poesía hay que tenerle respeto a los mayores y hay que dedicarle tiempo a los versos.

–El tiempo, un tema obsesivo para muchos.

–Es un hacha de seda. No te das cuenta, pero te va matando. Ese hallazgo no es mío, sino de Eugenio Montejo.

–Pero para muchos el tiempo también te da sabiduría, un poso de conocimiento y saber estar.

–No sé... Hay un verso de Fernando Ortiz: “Eso que llaman madurez los necios”. Es verdad que el tiempo da otra mirada. No sé si más sabia.

–La amistad, otro gran tema.

–Tengo un poema en el que hablo de tres amigos poetas ya muertos: Félix Grande, Eugenio Montejo y Eduardo Chirinos, un peruano que me llegó a invitar a la Universidad de Minnesota a dar clases... Se llama La casa de la noche y en él estoy yo avivando el fuego en una casa mientras que espero a los amigos que han salido al pueblo, a buscar leña... Pero ninguno vuelve.

–También fue muy estrecha su amistad con el poeta Vicente Tortajada.

–Como usted sabe, era un hombre único, genial. Un día, cuando se iba a morir, me llamó para despedirse. Me dijo claramente que ya no nos volveríamos a ver. En esos momentos yo estaba entrando en la Sierra de Huelva y la señal del móvil se empezó a perder, la voz de Vicente se fue debilitando hasta dejar de sonar. La amistad es un tema fundamental de la poesía. Ahí están Boscán y Garcilaso, la Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández.

–¿Y con las mujeres?

–Nunca he podido ser amigo de una mujer de la que haya estado enamorado. No puedo. El amor es un asunto que está lindando con lo salvaje, lo animal... debe ser que soy de pueblo y estoy por civilizar.

He tratado de embellecer el mundo, para así sentirme más protegido y sentir menos el hachazo de la muerte

–¿Ha sido un amante afortunado?

–No. Pero sí he tenido la fortuna de estar muy enamorado, aunque nunca acabó bien. He tenido dos separaciones importantes. Una de una mujer con la que estuve más de veinte años. No seguir juntos no ha sido una fortuna. El amor es muy complicado. César Vallejo, para mí el gran poeta, llamaba a las mujeres de las que se enamoraba mamá.

–¿Por qué?

–No sé, pregúnteselo a él.

–Si encuentro a una buena médium le aseguro que lo haré.

–Yo no busco una madre en las mujeres, pero es verdad que tienen algo de acogedoras. Nos juntan con la tierra de nuevo. Hay un poema de Félix que dice: “mirando tu cuerpo desnudo recuerdo el origen del mundo”.

–Muy Courbet. Otro de los temas muy presentes en su poesía es la muerte. Eso sí que es complicado, más que el amor. Siempre le estamos dando vueltas.

–Ella es la que nos da vuelta a nosotros. Tuve la experiencia de que, cuando tenía 17 años, murió mi hermana, que entonces estaba a punto de cumplir los 15. Quizás por eso la muerte siempre ha estado muy presente en mi vida. La muerte es una gran chingada, como dirían los mexicanos. Esta vida es breve y absurda. De todas formas, teniendo conciencia de todo esto, he tratado de embellecer el mundo, para así sentirme más protegido y sentir menos el hachazo de la muerte. La poesía está para eso.

–Paralelo al tema de la muerte está el de los fantasmas. Esas presencias de seres queridos que quedan dando vueltas en lugares y casas.

–Como dijo alguien, cuando uno es joven le gusta coquetear con los fantasmas, pero cuando ya se acerca al momento en que pasará a ser uno de ellos, ya no le gusta tanto.

–Ha vivido en muchos pueblos. Conoce bien el medio rural.

–Yo nací en Palma del Río, porque mi padre hizo madrina a una tía mía que era una rica del pueblo, una terrateniente. Pero realmente mi pueblo es Fuente Palmera, que es donde está mi casa con mi pozo, mis recuerdos y todos los fantasmas arremolinados.

–¿Todavía tiene allí la casa?

–Sí, tengo tres casas.

–Usted es un potentado, oiga.

–Qué va, las tres están en ruinas y me cuestan un dineral.

–También está Cañada Rosal, del que ya hemos hablado.

–Es donde vivo ahora. Pero un lugar que me marcó y en el que estuve seis años enseñando fue Aroche, en la Sierra de Huelva, pueblo en el que incluso han puesto por las calles algunos azulejos con poemas míos. Es un sitio completamente diferente a la campiña sevillana en la que me crié, donde se escuchan las emisoras portuguesas y todo está cuesta arriba o cuesta abajo.

Con las ciudades hay que tener cuidado. Es mejor no amarlas demasiado, porque te terminan traicionando

–¿Y Sevilla? Aquí también ha vivido largas temporadas. Y tiene piso por la Avenida de la Cruz Roja.

–Yo me considero sevillano. Pero con las ciudades hay que tener cuidado. Es mejor no amarlas demasiado, porque te terminan traicionando... Cambian constantemente. Un día vas al bar donde antes ibas a tomarte una cerveza y a enamorarte y te das cuenta de que ya está ocupado por otros. Las ciudades te van expulsando. Como le dije hay que amarlas, pero poco.

–Hablemos de Joseph Uber, su alter ego que aparece en diferentes libros.

–Es mi heterónimo, como hemos hablado antes. El nombre viene de uno de los repobladores que llegaron a Fuente Palmera. Yo siempre he sentido que en mí hablaba la voz de un extranjero, de alguien de fuera, de otro mundo. Es ese personaje que a veces soy yo y otras no.

–En el poema ‘El último retrato de Joseph Uber’ están estos versos: “Aunque soñó el oro de otros mundos/ su patria fue esta calle”.

–Es esa idea de la persona que se recluye en un pueblo, aunque no renuncia a soñar con otros lugares. Hay gente que ve el mundo desde este bar en el que estamos. En el último diario de Andrés Trapiello se dice que soy un poeta que vive totalmente retirado del mundo y feliz. No es tan exacto. Ayer estuve hablando con mi amigo Amancio Prada y me dijo “te mando un abrazo bucólico”, porque cree que estoy todo el día entre higueras y golondrinas.

–Por cierto, los dos hemos estado en el mismo internado: el Seminario Menor de Pilas.

–Era un colegio progre donde te podías sentir libre. Estuve seis años y lo que más recuerdo es que era un futbolista muy bueno. Uno de mis compañeros de curso fue Manolo Marchena, el político.

–Precisamente fue mi profesor de gimnasia allí. Él estaba haciendo su tesis doctoral en Geografía y me imagino que se sacaba un dinero con aquello.

–Se definía como “Marchena, el ídolo de las nenas”. En la época en la que fue prácticamente el segundo de Alfredo Sánchez Monteseirín le llamaban el virrey de Sevilla.

–¿Ha dejado de creer en algo?

–En los políticos. Ahora mismo solo creo en algunos seres humanos. De joven, como tantos de mi generación, era de izquierdas. Pero ahora... Soy un desencantado.

–Para despedirnos, dedíquele al respetable un verso que merezca mármol.

–Unos de César Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes…/ ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios”. El dolor no nos ayuda, no nos hace más bueno. Cuando lo tienes te levantas y te cagas en esta vida.

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