Marie-Christine del Castillo-Valero | Editora y traductora

“No me enteré de la movida sevillana, estaba todo el día trabajando”

  • Miembro fundamental de la editorial y librería Renacimiento, llegó a Sevilla a comienzos de los ochenta, pero conserva de Francia su acento y la pasión por Paul Morand y Michel de Montaigne

Marie-Christine del Castillo-Valero, en su azotea / Juan Carlos Vázquez

Marie-Christine del Castillo-Valero, en su azotea / Juan Carlos Vázquez

Marie-Christine del Castillo-Valero siempre es amable, siempre sonríe, siempre tiene una palabra agradable para los demás. Da igual que lleve todo un día de pie en un quiosco de la Feria del Libro, que durante horas se haya dedicado a hacer fichas, traducir poemas o componer cubiertas, esta francesa con genes carlistas e infancia pied-noir (los colonos europeos de Argelia) siempre despliega una simpatía espontánea que acompaña de un insobornable acento gabacho, como si aún fuese esa joven que llegó a Sevilla a principios de los ochenta. Miembro fundamental del equipo de la librería y editorial Renacimiento, Marie-Christine del Castillo-Valero es licenciada en Letras Modernas Francesas por la Universidad de Nancy (Lorena) y licenciada en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad de La Sorbona (París). Como buena editora es un poco mujer orquesta, pero en su habitación propia se ha dedicado, sobre todo, a la traducción, destacando la labor realizada con los viajeros románticos franceses (Poitou, Mérimée...), la poesía de Paul Morand, Luis Aranha, Valentine Penrose, etc. En 2022 se editará su traducción de Louis Brauquier en La Veleta. Acaba de publicar un conjunto de poemas propios en la revista ‘Calle del Aire’.

–Nombre y acento francés, pero apellido español. Eso merece una explicación.

–Uno de mis antepasados fue un carlista que no consiguió el indulto de Isabel II y se tuvo que exiliar. Se fue a Francia, donde se casó, y desde allí se marchó a Argelia, que entonces estaba recién conquistada. Allí trabajó en la construcción del ferrocarril.

–Es decir, que pertenece usted a una familia de ‘pieds-noirs’.

–Sí, de franceses de Argelia. En la colonización de este país intervinieron bretones, alsacianos, italianos…

–Y españoles como su antepasado o los de Camus. Cuénteme algo más de sus antecesores.

–Mi padre participó en la II Guerra Mundial con 19 años. Estuvo en la batalla de Montecasino.

–Cuentan que fue durísima.

–Lo hirieron y fue el único que sobrevivió de su unidad. La convalecencia la pasó en Los Vosgos. Cuando tuvimos que abandonar Argelia con la descolonización, en vez de ir a la Costa Azul, como la mayoría, nos fuimos a Lorena, una zona totalmente germánica y un poco complicada. El clima y el carácter de la gente eran muy duros. Había pueblos en los que la especialidad era pegarse un tiro.

–Muchos ‘pieds-noirs’ se vinieron a vivir a España. Los había en el Levante, Andalucía, Canarias…

–La relación entre Almería y Orán ya se ve en la novela de Carmen de Burgos Puñal de claveles.

Uno de mis sueños era tener la biblioteca de Michel de Montaigne. A veces, los sueños se cumplen

–Muchos se opusieron a la descolonización de una manera contundente.

–Mis padres no. Eran plenamente conscientes de que aquello se había acabado y por eso no se quisieron establecer en el sur de Francia, donde vivían la mayoría de los pieds-noirs.

–¿Y su relación con España?

–A mediados de los años sesenta comenzamos a veranear en Villajoyosa (Alicante). Era precioso, un pueblo de pescadores sin apenas turismo. En Alicante vivían muchos pieds-noirs, pero nosotros nos limitábamos a la familia. El mes de agosto le servía a mi padre para curarse de la nostalgia por el mundo mediterráneo.

–¿Cuando llegó a Sevilla?

–Primero estuve de estudiante, cuando estaba haciendo mi tesis sobre el Grupo Cántico. Los conocí a todos (menos a Ricardo Molina, que ya había muerto): Mario López y su mujer, Pablo García Baena, Juan Bernier, Vicente Núñez… También a los ilustradores, como Miguel del Moral.

–Finalmente se asentó en Sevilla cuando se casó con Abelardo Linares. ¿Qué le pareció aquella Sevilla de los ochenta?

–Me encantaba. Vivíamos en el Barrio de Santa Cruz, enfrente de Populart, de cuya dueña, Laura Salcines, me hice muy amiga. Poco tiempo después Lilí Romero de Solís, la mujer de Jacobo Cortines, abrió su tienda Fernán Caballero.

–Aquel Barrio de Santa Cruz, con Pedro Romero de Solís dirigiendo la UIMP desde la barra de Las Teresas, tenía su empaque.

–También estaban las librerías Trueque, que llevaba Rebecca Buffuna; Antonio Castro; Vértice, de las hermanas Tejera… la tienda de Meye Maier…

–Y, por supuesto, la librería Renacimiento, cuya primera sede estuvo en Rodrigo Caro.

–Era muy pequeña y trabajaba con nosotros Juan Lamillar. Muchos días faenábamos hasta las doce de la noche y, cuando salíamos, nos íbamos a la segunda sesión de uno de los muchos cines de verano que había entonces. Por aquellos años empezó lo que han llamado la movida sevillana, pero no me enteré, porque estábamos todo el día trabajando, fichando libros.

–¿No le importaba?

–No, uno de mis sueños de niña era tener la biblioteca de Michel de Montaigne y lo había conseguido. A veces, los sueños se cumplen. Llegué a enamorarme de Montaigne, incluso de sus defectos, como cuando dejó tirado a los habitantes de Burdeos, ciudad de la que era alcalde, durante una peste.

En un viaje a Chile conocimos al librero de Pinochet. Era un hombre muy bien vestido y solemne

–¿Y cuándo se fueron al local de Mateos Gago?

–Muy rápido. Para inaugurarlo hicimos una exposición de Manuel Antonio Benítez Reyes, el hermano de Felipe. Ambos eran todavía estudiantes. Poco después fue cuando Abelardo tuvo la idea de viajar por América para buscar libros.

–Me imagino que tuvo que ser para usted una época apasionante.

–Recorrimos muchas bibliotecas privadas y fondos editoriales en Argentina, Chile, México, Perú. He aprendido mucho más tocando los libros que en la Universidad. Fundamental fue también que Abelardo es una enciclopedia andante. Sacabas un libro, veías que la autora era una tal Olga Orozco, le preguntabas y lo sabía todo.

–Conocerían a mucha gente.

–Sí, en un viaje a Chile conocimos al librero de Pinochet, el señor Saade, una persona muy bien vestida y solemne.

–¿Y le preguntó por los gustos literarios del dictador?

–Sí, al parecer leía muchos libros de historia. Pero Saade era un hombre discreto, no contó mucho más. Una vez, en México, estábamos en un hotel donde había un concierto y la solista cantó un tema, una especie de blues, que era un poema de Abelardo, Lágrimas azules. Lo había arreglado un amigo de Octavio Paz, Enrique Blanco, pero sin pedir permiso.

–Un plan divertido.

–La verdad es que viajábamos, sobre todo, para trabajar. Apenas veíamos museos y esas cosas. Íbamos a cualquier parte, incluso a chabolas, a buscar libros interesantes. Eso sí, comíamos estupendamente. Todos fueron muy amables, menos uno que nos reprochó la conquista de América.

–Uno de los grandes logros de Renacimiento fue la adquisición de la biblioteca de Eliseo Torres, en Nueva York, el tan mencionado “millón de libros”.

–A los hijos de Eliseo Torres les daba vergüenza hablar español. En uno de los momentos de la operación nos cogió la famosa nevada en la que la gente esquió en pleno corazón de Manhattan. Para alquilar una nave en la que cupiesen todos los libros empecé a visitar los polígonos de Sevilla, lo que fue un poco deprimente. Estábamos acostumbrados a salir de Mateos Gago y toparnos con la Giralda. Escogí la nave de Santiponce porque estaba al lado de Itálica. Llegaron, creo recordar, trece contenedores de siete toneladas cada uno. Me recuerdo con Abel Feu y Rafa Téllez abriendo cajas. Lo pasamos fenomenal.

Merimée se metió muy a fondo en España y los gitanos lo consideraban “uno de los nuestros”

–Estuvo ayer plantando adelfas blancas, ¿no?

–Sí, en una casa detrás del Monasterio de Loreto. Es un sitio que me da mucha paz. He plantado palmeras, jacarandas, aguacates… Me gustan mucho los árboles.

–Las tipuanas de este tramo de San Jacinto son enormes, una maravilla.

–Quisieron cambiarlas por naranjos, que hubiesen parecido bonsáis. El lujo de una ciudad reside en sus árboles, en sus parques. Cuando llegué a Sevilla me interesé por los árboles del Alcázar y tenía que comprar libros en alemán para identificarlos. Aquí no había nada. Poco después ya sí hicieron algo.

–Los franceses siempre han tenido una relación compleja con lo español, entre el complejo de superioridad y la fascinación. En su caso se ve que ha podido más la fascinación.

–Como le pasó a tantos viajeros franceses que he traducido: Mérimée, Jean Tharaud, Poitou y todos esos. Es cierto que hubo una época de turismo barato que sólo quería playa, entre otras cosas porque era más barato veranear en España que quedarse en Francia, pero hace ya tiempo que los franceses han empezado a conocer la España rural y profunda. Echo en falta que haya un mayor entendimiento entre Francia y España, pero es normal que este no sea muy amplio cuando ni siquiera existe entre comunidades autónomas.

–Mérimée ha quedado como un forjador de tópicos (“… y no la de Merimée”), ¿merecería una relectura más comprensiva?

–Creo que sí. Él se metió muy a fondo en España y los gitanos le llegaron a considerar “uno de los nuestros”... ¿Hay mayor cumplido?

–Ha dedicado muchos de sus desvelos a traducir a Paul Morand.

–Mis padres tenían muchos de sus libros, sobre todo de prosa. Un día me di cuenta de que su poesía no estaba recogida ni siquiera en Francia, por lo que empecé a reunirla y traducirla. En Villajoyosa me llegaron a robar la una maleta en la que llevaba el manuscrito, junto a diccionarios y algunas primeras ediciones de Morand. Nunca apareció. Tuve que empezar desde cero.

–La traducción la publicó en La Veleta, ¿no?

–Sí, Andrés Trapiello se enteró de que estaba trabajando en Morand y me pidió el libro. Incluyó un prólogo de Michel Déon, uno de los disciples del autor.

–¿Qué le interesó de Morand?

–Su estilo directo, muy jazz, sin pompa alguna. Sus imágenes son fulgurantes, muy modernas. Él empezó su vida literaria escribiendo poesía, aunque enseguida se dedicó a los viajes, a las novelas. Pero todo, incluso los temas, ya estaba en su poesía. Para mí es el primer poeta moderno. También me interesó el hombre, el diplomático…

Cuando traduces se crea una especie de telepatía .Traduciendo a Meireles llegué a sentir que me hablaba

–Estuvo muy estigmatizado por su apoyo a la Francia de Vichy.

–Tuvo que pasar diez años en Suiza antes de que se permitiera su vuelta a Francia. El general De Gaulle llegó a vetar su ingreso en la Academia Francesa, pero al final entró. En esta cuestión pesó mucho su matrimonio con una princesa rumana que era germanófila. Pero yo, como le dije antes, cuando admiro a alguien lo hago incluso con sus defectos.

–Con Sevilla tuvo muy buena relación.

–Era muy amigo de Romero Murube y ahí está su novela El flagelante de Sevilla. Estuvo muy enamorado de la ciudad y vino muy a menudo. Aquí se sentía querido. En general, sintió un gran amor por España, que recorrió en coche. Le encantaba la velocidad. Morand era un hombre secreto, ensimismado. Nunca gastaba bromas.

–¿Y qué está traduciendo ahora?

–Por encargo también de Trapiello a Louis Brauquier, un marino y poeta muy parecido a Morand que murió en el mismo año, en 1976. Era capitán de las Messageries Maritimes y se pasó la vida embarcado. Cuando se retiró se dedicó a caminar, algo que a mí siempre me ha encantado. Me gustó esta dualidad de los caminos del mar y de la Provenza. A Brauquier le fascinaba la actividad de los puertos, esa labor de muchos hombres juntos para cargar y descargar los barcos. Tiene un largo y maravilloso poema, Nieve sobre el río de Shangai, en el que cuenta cómo durante la guerra se quedó aislado en China, sin saber quien de sus familiares y amigos había muerto o sobrevivido.

–¿Alguna traducción más que le gustaría destacar?

–La de Valentine Penrose para una editorial de un pueblo de Gerona, WunderKammer, que publica sólo en español. Eso me llevó a trabajar sobre otra poeta francesa del exilio que fue amante de Picasso, Alice Paalen, que también fue esposa de Wolfgang von Paalen, aristócrata austriaco, pintor, escultor.

–Dicen que la traducción es una forma superior de lectura.

–Sí, porque te puedes llegar a meter muy profundamente en el personaje. Se llega a establecer una especie de telepatía. En una época de mi vida un poco complicada, traduciendo a una poeta brasileña, Cecilía Meireles, llegué a sentir que me hablaba. Y no sólo una vez. Había muerto en 1964.

–Una de las cosas que llaman la atención de Renacimiento es la recuperación que ha hecho de la literatura del exilio sin ningún tipo de sectarismo. Lo mismo ha rescatado a María Teresa León que a Agustín de Foxá. Muchos deberían aprender de ese espíritu.

–Lo importante es que lo hemos hecho sin enfados. Tenemos el deber de dar una visión completa de todos estos autores. Conocí a la hija de Max Aub , casada también con un español. Estaban deseando volver a España, pero no tenían ayudas para hacerlo.

–¿Algún libro que recomiende para estos Reyes Magos?

–Las memorias de María Luisa Elío, que es a quien está dedicada Cien años de soledad. Y en poesía hemos sacado un libro muy interesante de una canaria, Tina Suárez Rojas, De cotidianitud. Para ilustrar las cubiertas escogí una viñeta del pintor canario Carlos Chevilly, del que Juan Manuel Bonet ha realizado un catálogo.

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