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Manuel Gregorio González | Escritor

“La historia ya casi no existe, es una especie de opinión interesada”

  • Ensayista original y a contracorriente, el autor de obras como ‘El arte inútil’ o 'Los seres agónicos’ vuelve al ruedo con su brillante libro ‘Las ruinas. Una historia cultural’ (Athenaica)

Manuel Gregorio González

Manuel Gregorio González / Juan Carlos Vázquez

“Hacía tiempo que no venía por el barrio”, admite con cierta nostalgia el entrevistado mientras pide una ronda en la terraza del Abilio. Manuel Gregorio González (Sevilla, 1970) llega a la cita bien peinado, afeitado y planchado, como suele ser habitual en él. Hijo del cuerpo, en su estilo se rastrea algo de la vieja formalidad y seriedad de la Guardia Civil, lo que suaviza con una finísima ironía galaicoportuguesa que, cuando se cabrea, se puede tornar en un sarcasmo feroz. Como uno de esos náufragos de Forges (dibujante que venera), Manuel Gregorio vive en una isla literaria solitaria, último lector de autores que ya casi nadie frecuenta fuera de la academia: Torres Villarroel, D’Ors, Valle-Inclán... literatura, filosofía, historia, estética o gastronomía bullen en su cabeza como en la de don Quijote se movían los caballeros, gigantes y princesas. En su blasón lleva por lema: “Nada entre que esté de moda”. Hombre obsesionado con el estilo y la bella página, como ensayista es autor de una obra de gran originalidad, compuesta por títulos como Gran Sur (2003), Torres Villarroel, a orillas del mundo (2004), Don Álvaro Cunqueiro, juglar sombrío (2007), El arte inútil (2008) y Los seres agónicos (2014). Ahora, la editorial Athenaica lleva a las librerías Las ruinas. Una historia cultural, en la que Manuel Gregorio González despliega toda su vasta erudición y su asombro ante un mundo que es una continua epifanía.

-–Me tiene que explicar eso de que usted es un “gallego vocacional”, como escribía el otro día en su magnífica columna sobre Paco Correal.

–En mi familia por parte de madre hay alguna rama entre gallega y portuguesa, pero entiendo que esta afición me viene por la literatura. Primero por Valle Inclán, que es el mayor escritor del siglo XX español, pero asimismo por Cela, Cunqueiro... También porque he veraneado muchos años en la Sierra de Huelva, una especie de Galicia del sur, un lugar mágico, feraz, como esta región de la que estamos hablando.

–No en vano antiguamente se la conocía como la Banda Gallega. De los escritores gallegos citados me quedo con Álvaro Cunqueiro, al que le dedicó un ensayo que fue, en 2007, premio Domínguez Ortiz de Biografía de la Fundación José Manuel Lara. ¿Por qué se fijó en él?

–Por la misma razón por la que antes me fijé en Torres Villarroel. Ambos son escritores extraordinarios, pero absoluta e incomprensiblemente olvidados. A ambos los fui conociendo por referencias de otros autores y me costó muchísimo encontrar sus obras. Ningún país se puede permitir el derroche de olvidar a gente tan prominente, pero España, al parecer, sí.

–Cunqueiro es un claro ejemplo de que la diversidad lingüística, el uso del idioma vernáculo, puede unir más que separar. Muchos castellanoparlantes aman el gallego gracias a él.

–Cunqueiro fue un ejemplo de uso altísimo de sus dos idiomas naturales, aunque su lengua materna, la que le dio su “oscuro acento de labriego”, como él decía, era el gallego. Él mismo se traducía al castelán y conseguía que fuese uno de los mejores castellanos del siglo XX, indudablemente.

Cuando uno descubre su fragilidad, descubre también lo fantástica y hermosa que es la vida

–Gallego lo será por fantasía, pero usted se ha criado aquí, en este Parque de María Luisa en el que estamos.

–Una de las grandes cosas que me han ocurrido en la vida es tener el Parque de María Luisa, uno de los lugares más bonitos y mágicos de Europa, como lugar de mis juegos infantiles. El parque sigue siendo hermoso incluso después de haber talado esos maravillosos eucaliptos que eran como bestias antediluvianas. Ahora está un poco descuidado.

–¿Ser hijo de Guardia Civil imprime carácter?

–Imprimen carácter la honradez y el sacrificio de la Benemérita, que siempre ha sido para mí un ejemplo.

–Cuando lo leo siempre me da la impresión de que usted es un hombre que mantiene intacta la capacidad de asombro ante el mundo y sus frutos.

–No lo sé. A mí lo que me deslumbra sobre todo es esa gente que es capaz de transmitirte ese asombro. El mayor talento de un escritor es cuando es capaz de traerte el mundo de nuevo y ofrecértelo por primera vez. Es decir, reobrar el milagro de la vida y del mundo delante de otros ojos. Eso está al alcance de muy pocos. Vivir en el asombro es algo maravilloso.

–Hace mucho tiempo, quizás en la presentación de su libro de artículos ‘Gran Sur’, en 2003, Ignacio F. Garmendia dijo de usted que más que un escritor es un literato, un ser ajeno a las modas del momento, con referencias literarias absolutamente personales e intemporales.

–Me gusta determinada forma de escribir, aquella que se basa en un conocimiento profundo del idioma. Gente que tiene algo que decir y que maneja una perspectiva inusual del mundo. Me da igual que un escritor vote a la UCD o no, lo que me importa es su mundo y su manejo del lenguaje.

–Usted no participa en las redes sociales.

–Naturalmente que no. En fin, quisiera tener muchas vidas, pero sólo tengo una y, probablemente, está en su última etapa. No puedo permitirme el lujo de perder el tiempo. El poco que tengo es para mi familia, leer, escribir y, en general, disfrutar como un bellaco de las cosas que me gustan.

–Otra de las constantes en su escritura es la del hombre orillado, expulsado de su solar. Hay una cierta orfandad, un desarraigo...

–Es que buena parte de la naturaleza del hombre contemporáneo es esa. Nos hemos convertido en masa y necesitamos arraigos. El nacionalismo, que es un fenómeno de la contemporaneidad, no se entiende sin esa necesidad. La modernidad lleva al hombre a un lugar que no le gusta y se tiene que inventar ese tipo de asideros, de agarres al terruño o a cualquier otra cosa.

El día que el Museo de Bellas Artes de Sevilla cobre por entrar veremos las colas en sus puertas

–Por lo que le leo en sus columnas de los miércoles en Diario de Sevilla, Confabulario, no le cae muy bien Puigdemont.

–No es un caballero particularmente interesante. Lo de Cataluña es una tragedia vinculada a lo que decíamos antes. La necesidad de vincularse a algo nos lleva a veces a cosas ridículas y peligrosas. Y, sobre todo, a eso que decía Erich Fromm: el miedo a la libertad. Con tal de sentirnos en la masa, en lo gregario, somos capaces no sólo de renunciar a nuestra individualidad, sino a nuestra propia libertad.

–Es usted una de las pocas personas fuera de la academia que se ha leído, de pitón a rabo, el Ser y tiempo de Heidegger.

–Y en la versión que José Gaos, el hermano de Lola Gaos, hizo para Fondo de Cultura Económica. La de Heidegger es una neolengua. Como cuando lees por primera vez a Santa Teresa tienes que parar continuamente a pensar. Es un pensador del ser, de la sangre, de la pertenencia, del miedo a la técnica... no en vano estuvo muy cerca del nazismo. Pero por otro lado es un pensador deslumbrante.

–¿Somos para la muerte?

–Somos para la vida. La muerte es algo que nos acecha y nos consume, que determina nuestro carácter y melancolía, pero con los años descubrimos que somos para la vida. Los jóvenes, que se creen inmortales, son trágicos. Sin embargo, cuando uno descubre su fragilidad, descubre también lo fantástica y hermosa que es la vida.

–Usted es una persona con un finísimo sentido del humor, quizás de los más sutiles que he conocido. Sin embargo, no lo suele usar en su escritura. Es más, en alguna ocasión ha mostrado las reticencias que le provoca su uso en la literatura.

–Ser un escritor con sentido del humor es una cosa muy compleja, que implica una inteligencia fuera de lo común, como la que tenía Jardiel Poncela, otro autor que me gusta mucho. A mí los dioses no me han llevado por ese camino, pero sí intento usar algunas veces el humor.

–Volvamos a Torres Villarroel, a quien le dedicó uno de sus primeros libros en 2004. ¿Lo catalogamos como una provincia de Quevedo?

–Eso decía Borges, ese bandido. Torres Villarroel fue un señor archimoderno a fuer de huir de la modernidad. Le espantaban las novedades que traía Descartes, le daba un miedo feroz que el mundo fuese quizás infinito y que a lo mejor no hubiese dioses... Huyendo de eso crea estampas impresionantes, muy quevedescas pero también muy goyescas. Torres influyó en la pintura de Goya. Su técnica literaria era muy pictórica y su legítimo heredero fue Valle-Inclán. El modo en que expresa sus incertidumbres y certezas –era un fabuloso insultador y un humorista fiero– es moderno, por mucho que se disfrazase de augurios y mil cosas más. En cualquier caso, se trata de alguien con una capacidad plástica y un manejo del idioma impresionantes. Yo recomendaría, y mucho, su lectura.

Saber de gastronomía hace que comamos como un hombre, no como un pollo

–Precisamente, la pintura es otra de sus grandes pasiones.

–Al igual que la literatura, la pintura es una forma de intentar expresar el mundo, pero mucho más inmediata. Como la música, es un arte que te llega al momento. Un rellenafolios puede llevarse días intentando captar palabras con las que expresar el aroma del mundo, pero un músico es capaz de hacer que se nos encoja el alma con apenas un acorde; lo mismo que un pintor puede conseguir con un solo trazo.

–Sin embargo, usted ha dicho alguna vez que, en cuestiones musicales, apenas sale de Chopin y Camarón.

–Apenas entiendo de música, pero sí es verdad que es un arte con una capacidad de persuasión sobrecogedora.

–Goebbels recomendaba no escuchar música mientras se escribía porque ablandaba los sentimientos.

–Es que la capacidad de la música de modificar tu estado de ánimo es inmediata. Bien lo saben en los comercios y los supermercados, que ponen música para atraerte o echarte.

–Uno de sus lugares en el mundo es El Prado, un museo que puede que no tenga la colección más completa del mundo, pero sí es uno de los de mayor personalidad.

–Entre otras muchas cosas, El Prado explica esa necesidad vertiginosa que tenían los reyes de España de coleccionar. Las colecciones españolas de los siglos XVI y XVII que se aglutinan en El Prado son impresionantes. Y después Goya, que es uno de esos pintores que abren y cierran la historia del arte.

–¿Qué hacemos con el Bellas Artes de Sevilla?

–Cobrar la entrada. Ese día veremos las colas en la puerta. Fíjese en El Prado; cuesta un dineral pero aún así la cola da la vuelta al edificio. El de Sevilla es un museo con unos cuadros extraordinarios y, sin embargo, los visitantes pueden estar solos en muchas de sus salas. Puedes matar a alguien delante de un Murillo y que no se entere ni Dios.

–Pero mejor que no vaya nadie, ¿no?

–Por mí encantado, pero es una pena que la gente pase por allí ignorando las maravillas que contiene.

–¿Y el arte conceptual?

–Es un arte que, huyendo de los materiales de la pintura, ha caído en la vieja servidumbre de la literatura y el discurso. Es decir, darnos la chapa con Liberad a Willy, Free Nigeria o lo que sea.

–La cocina y la literatura gastronómica es otra de sus pasiones.

–La gastronomía es una ordenación del mundo, sobre todo a partir del XVIII. Ahí está como ejemplo la Fisiología del gusto, de Jean-Anthelme Brillat-Savarin, que es una manera maravillosa de apropiarse del mundo aplicado a la felicidad del ser humano. Si uno lee los escritos gastronómicos de Camba, otro gran humorista, por cierto, ve que es muy técnico, que habla de los procesos químicos que producen un buen o mal filete. Como decía Cunqueiro, el hombre ha puesto más imaginación en la cocina que en el amor o la guerra.

Ya no nos sentimos el extremo de un legado. Todo eso murió con las vanguardias

–Y eso que en ambas cosas no ha ahorrado imaginación.

–Y mala fe. En España llama la atención que no exista en la actualidad una literatura gastronómica pareja a la potencia de sus fogones.

–Y eso que la tradición literario gastronómica española es enorme: Pla, Cunqueiro, Montalbán, Néstor Luján, Perucho...

–...Xabier Domingo... Se pierde eso que decía Bertrand Russell: cuando conocemos que el melocotón viene de Persia nos sabe mejor. Saber de gastronomía, el nombre de la princesa china que puso de moda el pato lacado, hace que comamos como un hombre, no como un pollo. Hay una diferencia enorme entre la gastronomía, un arte en el se evoca la historia total del hombre, y el mero hecho alimenticio. La cocina es un arte de lo concreto en el que se reflejan los avatares históricos. Usted come bacalao el Viernes Santo porque es vigilia, independientemente de lo bueno que esté el plato.

–Hablemos de su último libro, 'Las ruinas. Una historia cultural'. ¿Por qué esta obra?

–Me interesaba saber cuándo los hombres empezaron a sentir una extraña adoración por unas ruinas que llevaban tiradas en el suelo desde hacía siglos. ¿Qué es lo que la gente vio de repente en esos vestigios? ¿Cuáles son las diferentes interpretaciones que se le han dado a través de la historia? Cunqueiro, por ejemplo, tenía una visión romántica, hablaba de “la melancolía de las ruinas”. Sin embargo, en el Renacimiento, Donatello y Brunelleschi ven la capacidad de reconstruir un mundo muerto gracias a estos restos, geometría mediante.

–Hoy, sin embargo, las ruinas se usan sobre todo como un atractivo turístico.

–Las ruinas se usaron durante cinco siglos para darle profundidad a la historia. Ahora que la historia ya casi no existe, que es una especie de opinión interesada, se usan más bien como algo pintoresco en el que el turista pueda fotografiarse para decir que estuvo allí. Hoy no existe la conciencia de que somos el extremo de un legado. Ya no nos sentimos “herederos de”. Todo eso murió con las vanguardias, cuando se manda a paseo cinco siglos de antigüedad grecolatina y se empiezan a hacer otras cosas.

–Todos somos ruinas en potencia.

–Y en mi caso en acto. Es cierto que hay una identificación del hombre con algo que sabe caducifolio. Sobre todo en el Barroco. El Renacimiento quiso usar las ruinas para reconstrucción del mundo antiguo, pero el Barroco ve en ellas una prueba de la fragilidad del hombre provocada por las hambrunas, las guerras, las pestes, las crisis climáticas... Si el siglo XVIII ve a las ruinas como la posibilidad política de un mundo nuevo, el XVII las contempla como una prueba de la decadencia.

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