“Yo quería ser como Bartolo”

Diego Carrasco | Escritor

Treinta y cuatro años después de publicar ‘El tesoro japonés’ (finalista del Premio Herralde en 1991), este personaje secreto de la cultura sevillana vuelve a las librerías con ‘Bartolo. Vida de perro’ (Athenaica), una historia de amistad más allá de las especies Ignacio Romero de Solís: “El amor pasa, el ajo permanece”Luis Alberto de Cuenca: “La mala literatura puede ser fascinante”

Diego Carrasco. / José Ángel García

Diego Carrasco (Buenos Aires, pero Sevilla, 1951) es un hueso duro de roer. “No me fío de vosotros”, nos dice cuando le proponemos la entrevista. Después exige un cuestionario previo, como si fuese un príncipe saudí (no cuela) y, finalmente, aparece en la redacción derrochando sarcasmos y desdenes. Pero sabemos que es su manera de expresar el enorme pudor que le produce tanto protagonismo. Sabemos también que estamos ante todo un caballero andante de San Lorenzo, un hombre culto y sensible, de humor escéptico, trabajador minucioso con fama de indolente y que goza de la devoción de sus amigos, las damas y los perros. Carrasco, criado en el periodismo underground de la Barcelona prepujolista, pertenece a una generación que renovó la producción cultural sevillana en la explosión cámbrica del 92. Más de tres décadas después de ser finalista del Premio Herralde con su novela ‘El tesoro Japonés’, Carrasco presenta este miércoles, en el Labradores del centro, a las 20:30, su segundo libro, ‘Bartolo. Vida de perro’ (Athenaica), una soleada y bienhumorada historia de fraternidad más allá de las especies. Los protagonistas: un can pendenciero y noble, y un sapiens entregado, a veces, al duro trabajo menestral y, otras, a la vidorra horaciana. “A ver qué cuentas”, nos dice al acabar la interviú. Todo hombre debe cargar con su leyenda.

Pregunta.–El libro ha quedado muy bien.

Respuesta.–Sí, ha quedado una cosa mona. Son finos los editores.

P.–En 1991 fue finalista del Premio Herralde con ‘El tesoro japonés’. Hemos tenido que esperar hasta 2025 para leer su segundo libro, este ‘Bartolo. Vida de perro’.

R.–Como verá mi carrera literaria es larga, 34 años, concretamente.

P.–¿Y por qué ha tardado tanto en volver a la gloria de las letras?

R.–Porque me cuesta mucho escribir. Además, me tenía que ganar la vida con mis otros trabajos: coordinación editorial, montaje de exposiciones... Mi primer trabamo fue en el centro de arte M-11, en la casa natal de Velázquez. Allí estuve con Quico Rivas, una amistad eterna desde que éramos chicos. Después, cuando me fui a Barcelona, escribí artículos en la prensa underground. Como decía Ramón de España, nosotros no queríamos ser underground, pero no nos quedaba otro remedio. Yo escribía, pero la vida me llevó a trabajos que me resultaban más fáciles.

P.–Pero también se observa en usted una actitud Bartleby, una tendencia al “preferiría no hacerlo”. Es parte de su encanto.

R.–Yo no soy vago, soy lento, que no es lo mismo, aunque me acusen de lo primero. Además, los trabajos a los que me he dedicado son muy absorbentes, hay que cumplir plazos y todo eso. Es cierto que he hecho otras intentonas literarias que se han quedado en los cajones. El libro que ha salido ahora, Bartolo, lo escribí para que lo leyesen los amigos, pero, insospechadamente, debido a unos cuantos culpables, se ha publicado como libro. Soy el primer sorprendido. Debe tener unas cualidades que desconozco.

Bartolo era lo que era, un bicho domesticado, pero salvaje, valiente, duro y fiero. Aunque tenía un carácter muy bueno y era tolerante.

P.–Las tiene... y tanto. ‘Bartolo’ es un libro que habla de muchas cosas, pero sobre todo es la historia de una gran amistad.

R.–Todo surgió de las temporadas que iba a pasar a la casa de Vejer de mi íntima amiga María Llorente, cuando ella viajaba y necesitaba que alguien cuidase de su perro y de la propia casa. Yo iba encantado de la vida. Empecé a mandarle a los amigos textos paródicos en los que contaba todo lo que ocurría, los trabajos de mantenimiento que hacía y, sobre todo, las correrías de Bartolo. Un día, María me contó que le estaba enseñando los textos a su madre, con lo que evité decir cosas soeces y busqué un tono blanco. Sé que en el libro da la sensación de que ellos no paran de viajar y yo de trabajar, pero hay que tener en cuenta que se comprimen en un volumen de relatos escritos durante once años.

P.–Es cierto que el tono del libro es blanco, pero no cae en la tentación Disney. Bartolo sale retratado en toda su condición animal, no lo humaniza. Es un perro orgulloso y fiero, que no duda en meterse en bronca cuando la ocasión lo requiere.

R.–Sobre todo evité la tentación de que el perro hablase, de establecer diálogos con él. Eso es ridículo. Bartolo era lo que era, un bicho domesticado, pero salvaje, valiente, duro y fiero. Aunque tenía un carácter muy bueno y era tolerante. Cuando se iba por ahí a perseguir hembras volvía hecho unos zorros. No pretendía edulcorar su condición. Era hijo de una dama de alta cuna y de un apuesto vagabundo.

P.–En el fondo, usted es un poco como Bartolo, medio vagabundo y medio pijo.

R.–Lo de ser pijo lo he ido aprendiendo. Envidiaba de Bartolo su vida regalada, sin preocupaciones de ningún tipo. Eso de no tener que preocuparse por el futuro, ni por el trabajo... Yo quería ser como Bartolo.

P.–En el libro y en su personalidad hay algo de inocencia que no mata el tiempo ni las batallas perdidas de la vida.

R.–Me siento muy vinculado a la infancia y a la época de la inocencia. Me llevo muy bien con los niños de 1 a 9 años y con los animales, los perros y los gatos. Tendrá que ver con que no tengo hijos ni mascota.

P.–Como queda claro en el libro, es hombre que rinde culto a la amistad, incluso más allá de la muerte. Estoy pensando en Atín Aya y Manolo Salinas, cuyos legados artísticos ha protegido y difundido.

R.–Podríamos decir que éramos un trío, vivíamos prácticamente juntos. De ese grupo solo quedo yo. Como se suele decir, siempre se van los mejores. A Salinas no lo he podido ayudar mucho después de muerto. Después de M-11, Salinas me invitó a compartir estudio en una casa de su propiedad. Estuvimos tres meses de verano tirando paredes para dejar tres plantas diáfanas. La convivencia se alargó durante más de 40 años, hasta su fallecimiento. Aprendí mucho de él. Pero con Atín sí pude volcarme después de su muerte. He colaborado con su hija a poner en orden su archivo y su obra. Montamos la exposición Paisanos, que él había dejado planteada. La hija de Atín ha hecho un esfuerzo extraordinario por poner en orden todo el material. Hizo toda una demostración de amor al padre. En fin, la amistad para mí es fundamental.

Me siento muy vinculado a la infancia y a la época de la inocencia

P.–¿Qué opina del mascotismo imperante?

R.–Sinceramente, ahora lo veo como un mercado. Cada vez que veo a una de las miles de personas que pasean a su perro pienso que es un potencial lector del libro. A ver si se animan. Le he propuesto a los editores que hagan carteles y lo distribuyan por las peluquerías de perros. En Sevilla hay 40. Las he contado. Y no le cuento los veterinarios.

P.–Hablemos de su paso por Barcelona en los setenta. Se habla mucho de la movida de Madrid...

R.–... La movida de Madrid nació en la Barcelona de 1975-80, hasta que llegó Pujol y lo estropeó todo. La revolución fue en todos los campos: arte, diseño, música... Tuve la suerte de vivir la que todo el mundo dice que fue la mejor época de Barcelona. Los de mi grupo éramos los suburbios de la Gauche Divine, pero, como pasó después en Madrid, todo el mundo se mezclaba en esa época. Había muchos espacios de confluencia. Lo único que queríamos era vivir como en el resto de Europa. Muchos militantes radicales de izquierda, como era mi caso, descubrimos que no aspirábamos a una revolución socialista, sino sencillamente a las libertades que ofrecían las democracias occidentales. Allí traté con Nazario, Ocaña... mi grupo de amigos eran Ramón de España, José María Martí Font y Llatzer Moix. Éramos periodistas que trabajábamos en la prensa underground. Muchos hicieron buenas carreras periodísticas en La Vanguardia y El País.

P.–Uno de sus viajes iniciáticos fue a Nueva York.

R.–Estuve cerca de un año y regresé a España justo el día del golpe de Estado de Tejero. Cuando me monté en el avión no sabía cuál había sido el desenlace. En el aeropuerto de NY compré todos los periódicos. El New York Times titulaba: “La noche del teniente loco” y salía una foto de Tejero. Cuando llegué a España yo quería contar a los amigos (Quico Rivas, Santiago Auserón...) mis aventuras neoyorquinas, pero ellos solo querían hablar del golpe. Nadie me hizo caso. Después fui a la gran manifestación de la Castellana.

P.–¿Le desencantó NY?

R.–Al contrario, me encantó. Es una ciudad muy particular y tiene similitudes con Sevilla. Una vez que te cansas de mirar para arriba te das cuenta que todo es muy menudo: pequeños restaurantes, pequeños comercios...

P.–Hijo tardío de su estancia en esta ciudad es el documental ‘La Giralda perdida de Nueva York’

R.–Haciendo un reportaje sobre la historia de Manhattan, me encontré en la Biblioteca Pública una foto del Madison Square Garden, obra de Stanford White, uno de los arquitectos más importantes de EEUU. Mi socio en Equipo 28 Fernando Olmedo, aprovechando un viaje suyo allí, trajo más información y yo seguí luego tirando del hilo hasta reunir material para realizar el documental con Pedro Barbadillo.

Nueva York es una ciudad muy particular y tiene similitudes con Sevilla

P.–¿Y por qué se fue de NY?

R.–Por cuestiones económicas y porque mi novia me echó a patadas de su casa.

P.–Raro, porque todas le adoran.

R.–Les caigo bien porque las trato bien, pero las que me han adorado me han durado poco.

P.–Fue redactor jefe de Disco Exprés, una revista pionera en la prensa musical española.

R.–Pertenecí al equipo que se encargó de hundir Disco Exprés. Estuve el último año. Eso de redactor jefe era un título muy pomposo, porque éramos tres en la redacción.

P.–¿Demasiado nacionalismo en Cataluña?

R.–Sí, pero en Andalucía he vivido también brotes de nacionalismo, como cuando se boicoteó que Bofill fuese el comisario de la Expo por su condición de catalán.

P.–Taurino por la gracia de Dios.

R.–Me hice taurino por trabajo. No sé mucho de toros, pero sí algo más de la historia de la tauromaquia. Cuando voy a una corrida me callo y escucho. Soy un aficionado tardío. Me interesan mucho las vidas de los toreros del XIX, cómo iban en diligencia a torear a la Coruña, las condiciones en las que lo hacían. Me sorprende cómo en medio del gran caos del XIX español, con tres guerras civiles, pudo crecer tanto el negocio taurino. Escribo muchas semblanzas de estos toreros para la web de la Maestranza de Ronda. Se ha hablado de convertirlas en un librito.

P.–Dígame un torero de referencia.

R.–Paquiro, que fue el que inventa las reglas de la tauromaquia tal como las vivimos ahora. Se impuso como un héroe nacional. Fue el que echó al público del ruedo y lo mandó a las gradas. Antes todo era un caos con la gente molestando en la faena.

P.–¿Por qué se volvió a Sevilla?

R.–Porque era donde tenía un techo. Compartía el estudio del que antes hablé con Manolo Salinas. Además, alguien me dijo que las expectativas de Sevilla para mi trabajo eran muy buenas con el horizonte de la Expo 92.

P.–De hecho forma parte de una generación sevillana que dio un salto muy importante en eso que podríamos llamar la industria cultural. La calidad aumentó.

R.–A mí trabajar en equipo siempre me ha interesado, porque puedo rodearme de gente que sabe más, aunque yo aporte mis ocurrencias. Me divierte mucho la producción, enlazar los procesos.

P.–El entrevistador entrevistado. Dígame alguna interviú de la que pueda sacar pecho.

R.–Tuve el privilegio de conocer y tratar a don Ramón Carande, al que entrevisté para El País Semanal poco después de mi estancia en Nueva York. La entrevista duró tres meses.

No hay comentarios

Ver los Comentarios

También te puede interesar

Diego Carrasco | Escritor

“Yo quería ser como Bartolo”

Javier Navarro de Pablos | Arquitecto

“Sin viviendas, la Cartuja es un polígono”

Lo último