La crónica

Lunes Santo en Sevilla: por una fiesta mejor

  • Las mujeres del Tiro de Línea aportan a la Semana Santa la autenticidad perdida por los excesos

  • La falta de educación convierte las calles en un estercolero cuando llega la noche

El Cautivo del Tiro de Línea atraviesa el Parque de María Luisa seguido por una legión de devotas.

El Cautivo del Tiro de Línea atraviesa el Parque de María Luisa seguido por una legión de devotas. / Belén Vargas

Aún hay hueco para la esperanza. Un hilo de luz. Existe una Semana Santa que escapa de los izquierdazos. De los solos interminables de trompeta. De la gente que graba todo lo que hay de la canastilla hacia abajo, que olvida lo que va arriba de los pasos. Por fortuna, aún podemos disfrutar de algunos oasis de autenticidad. Del pilar que sustenta estos siete días que la desmedida ha convertido en un año entero. La fe, la devoción y la memoria regresan cada Lunes Santo al Tiro de Línea.

El barrio que se echa a la calle para seguir a su Señor, el Cautivo de manos atadas que cruza avenidas sin sombra y un parque que saca sus mejores galas por estas calendas. Es el reencuentro con la verdad de una celebración que hace olvidar –aunque sea sólo por unos instantes– la chabacanería imperante, la mala educación y la impostura a la que, por desgracia, nos hemos acostumbrado. El Tiro de Línea es un grito en el aire: una Semana Santa mejor es posible.

Bajo el oro

Que en la Semana Santa no es oro todo lo que reluce lo sabemos desde hace tiempo. Pero esta certeza indiscutible se constata cada noche, cuando el público empieza a vaciar las calles. Ocurrió el Domingo de Ramos, en el entorno de la Plaza del Duque, una vez que la Virgen del Socorro –majestuosidad y exquisitez supina– se adentraba en la carrera oficial. La basura aparecía esparcida a diestro y siniestro. Los bordillos y aceras eran auténticos estercoleros. Despojos de un día que sintetiza lo peor de la fiesta. Grupos de jóvenes sentados en el suelo. Comiendo y bebiendo como en cualquier concentración estudiantil. Sin respeto alguno por lo que pasa por delante. Se trata sólo de eso, de consumir. De acudir donde se encuentra la masa. Ese concepto impersonal. Globalizado. Sin orden ni concierto.

No mucho más grata es la imagen que ofrece la carrera oficial cuando la última cofradía acaba de pasar por ella. Aquí los desperdicios están más personalizados. Se dividen en dos grupos. El tópico de la dualidad hispalense sí cobra certeza en los suelos que ensuciamos. Los restos que proceden del McDonalds y los que vienen del Burger King. Símbolo de la falta de educación que afecta a la sociedad general y de la que no se escapa el público que paga por ver cofradías sentado. Cochambre fuera y dentro de las vallas. La basura que a todos iguala. Una suerte de democracia nada grata a la vista ni al olfato.

El sol se cuela por el techo de palio de la Virgen del Rocío. El sol se cuela por el techo de palio de la Virgen del Rocío.

El sol se cuela por el techo de palio de la Virgen del Rocío. / José Ángel García

Las mejoras horas

Es cierto que con la caída de la noche la calidad del público mejora. Hay mayor respeto en las calles. Se disfrutan más unas cofradías hechas para verlas a ciertas horas. Fuera de la luz del día. La Amargura saliendo de Cuna a los sones de Margot es un deleite. Ni el ensanche de Laraña ni los altos pisos de la Plaza de Villasís restan un ápice de encanto al momento. Ya no hay prisa. El reloj pierde su sentido. Es el momento de paladear cada detalle. De deleitarse con un cortejo perfecto. Un juego de insignias alejado del neobarroquismo de dudoso gusto que la fuerte disponibilidad económica ha impuesto en muchas hermandades las últimas décadas. El dinero y la elegancia no siempre han ido de la mano en esta celebración. Nunca acabaron de llevarse bien. Más bien, todo lo contrario.

La Amargura constituye un dique contra las modas que tanto han alterado la estética y hasta la idiosincrasia de muchas corporaciones. De ahí que siempre tenga un público fiel que la aguarda desde el Salvador hasta llevarla de nuevo a San Juan de la Palma, sin necesidad, por cierto, de aforamientos en la calle Santa Ángela, donde se pudo acompañar los pasos con total tranquilidad. La normalidad –y la cordura– vuelven, aunque sea sólo en pequeñas dosis.

La liturgia de la mañana

El Lunes Santo es la primera jornada laborable de la Semana Santa. Lo que antaño era una costumbre de minorías se ha convertido en la tradición de muchos. Ya es difícil acudir a algún templo sin encontrarse con colas que obligan a una espera que, en algunos casos, supera la media hora. En esta mañana es habitual acercarse al Museo para saber el nombre de las flores que embellecen el paso de la Virgen de las Aguas. Este año se llaman agapán, una especie de jazmín que perfuma uno de los palios más elegantes de cuantos se ven en la Semana Santa. Unas bambalinas que escapan de la dictadura de la uniformidad. De la quietud de varal y caídas de palio. Que pregonan desde la lejanía la belleza de una personalidad única. Intransferible.

En esto de las flores hay que reconocer que se ha evolucionado bastante los últimos años. Hasta hace no mucho las especies exóticas estaban asociadas exclusivamente a ciertas cofradías. El imperio del clavel era incuestionable. Luego se rompió con la rosa. Pero ahora se admite de todo. Y no sólo en los palios, sino también en los montes, donde las alfombras de claveles quedan reservadas para aquellos cortejos tildados de “clásicos”.

Dicha tendencia se pudo observar este Lunes Santo en varios pasos de misterio, cuya descripción se asemeja a una clase de botánica. Unas combinaciones donde cabe la flor natural y la realizada manualmente. Ahí están los ramos de talco en el Polígono de San Pablo y la Redención. Cuestión de modas, como aquellas que trajeron los 80 con sus esquinas de gladiolos y los fanales amasacotados de claveles. Estéticas que aún atesoran algunos pasos como reliquias vintage de la década prodigiosa.

Colgaduras en las ventanas del Polígono de San Pablo para el paso de la cofradía. Colgaduras en las ventanas del Polígono de San Pablo para el paso de la cofradía.

Colgaduras en las ventanas del Polígono de San Pablo para el paso de la cofradía. / Joaquín Corchero

Como decíamos antes, frente a este exotismo hay cofradías que se mantienen fieles al clavel, en un intento de que la flor sea un elemento secundario. Así ocurre en las Penas, otro cortejo que gusta ver cuando la luz del día es ya pretérito y la ciudad se entrega a la penumbra de la noche.

En esta segunda jornada no se vivió, al menos, el calor bochornoso del domingo. El aire que empezó a soplar por la tarde se lo puso difícil a los hombres de la caña. Se apetecía algo de abrigo a esa hora en la que las televisiones retransmitían cómo la catedral de Notre Dame de París se reducía a cenizas. Unas imágenes que se convirtieron en motivo de comentario y entretenimiento del público que esperaba sentado –en carrera oficial y en las sillitas plegabes– el paso de la cofradías. La globalización depara estampas cómo las que se vieron este lunes. El misterio de San Gonzalo dando lo mejor de sí en la calle Rioja mientras muchos seguían con atención cómo se propagaban las llamas por un templo referente del arte gótico. De la vieja Europa.

Mujeres de marzo

Donde no hay tiempo para mirar el móvil ni para abrir una silla es en la trasera del Cautivo. El del Tiro de Línea. Entre el paso y la banda de música –bastantes elogios al estreno de la Pasión de Linares– cabe un mundo. El de las vecinas de este antiguo barrio que en su día estuvo cercenado por el tren. Con sus medallas al cuello. Cordones donde el tiempo fue desdibujando el color. Zapato cómodo. Sin estridencias. Ropa para andar muchas horas. Cuantas hagan falta. Que el Señor va cautivo, pero nunca solo. Aquí no se entiende de nombres de marcha. Ni de cambios de capataz. Ni de retrasos en la jornada. Aquí sólo se sabe de promesas. De años vividos. Con sus penas y con sus glorias.

Un nazareno reparte caramelos entre el público asistente a la salida de San Gonzalo. Un nazareno reparte caramelos entre el público asistente a la salida de San Gonzalo.

Un nazareno reparte caramelos entre el público asistente a la salida de San Gonzalo. / Juan Carlos Muñoz

Mujeres de viernes de marzo. Van cogidas del brazo. En compañía. O solas. Llevan una bolsa con lo justo y necesario. No les importa que el sol les pegue fuerte en lo alto. Agradecen la sombra al llegar al parque. Y se enfrentan al desierto de luz en la glorieta del Cid. Se aprietan al llegar al Postigo. Sienten la presión de la bulla al pasar por el Arenal. Y esperan al Señor cuando la tarde empieza a despedirse en la Plaza del Triunfo. Regresarán esta noche al barrio. Como fieles triunfadoras de una fe que les ha ayudado a superar los duros envites de la vida. Tienen en este Dios de manos atadas su bastión. Pero también ellas son el sostén de una fiesta carente de la autenticidad que atesora esta trasera. Son las mujeres del Cautivo. Las que hacen que este mundo sea mejor.

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