Semana Santa

La bola negra de la Historia

  • Ni los sevillanos nacidos en los años veinte que están con nosotros tuvieron que vivir el peor Domingo de Ramos de la historia

Colgadura con crespón negro en el Ayuntamiento

Colgadura con crespón negro en el Ayuntamiento / Juan Carlos Vázquez (Sevilla)

NO, no están los místicos en sus tabernas porque no están siquiera abiertas. Todos los bares han cerrado por orden de Gobierno. Ni Núñez de Herrera podría haber encontrado un escenario similar a su bellísimo texto en este horripilante 2020. El coronavirus es nuestra peste. Ténganlo claro. No se engañen. Lo tenemos peor que en 1933. Nos ha tocado vivir la peor Semana Santa en más de cien años. Mucho más, pero no me hagan hacer la cuenta. No me hagan preguntar a Manuel García Fernández ni a Álvaro Pastor. No quiero saber quiénes fueron los últimos sevillanos en vivir algo siquiera similar. ¿Para qué? ¿Acaso eso nos consolaría? No. Rotundamente no.

Podríamos enumerar la de hitos, momentos y ritos que no vivimos ayer, que nos fueron robados. ¿Para qué? No tuvimos siquiera tabernas para el consuelo, ni pudimos citarnos con nuestros semejantes para compartir ese café largo para acudir al encuentro de la Humildad y Paciencia, cartel perfecto de esta Semana Santa. Era Domingo de Ramos y nos tuvimos que quedar como fieras enjauladas, como críos encerrados en la mañana de la Epifanía, como olas del mar sin playa en la que romper en estallidos de espumas de nácar. Se nos prohibió buscar a Dios en las calles. Quizás porque estaba en nuestras casas con la túnica blanca del Inocente de San Juan de la Palma que habremos de vestir como nuestros hijos. Fue Domingo de Ramos y lo pasamos en casa. Pasó la Policía y nos sentimos protegidos.

çPasó el silencio con minúscula con sus tañidos de convento. Pasó un vecino con su indiferencia y nos sentimos acompañados. Pasó un coche cada dos horas, pero no sentimos que fuera domingo de palmas. Fue el tiempo que nos habían robado. Somos los sevillanos a los que nos birlaron las mejores horas en la bulla de las circunstancias. No hay precedentes. Tenedlo claro. Nos ha tocado vivir la peor Semana Santa. Dios, que duerme su Buena Muerte en la Universidad, sabrá las razones de esta desdicha que cada cual sobrelleva en sus recuerdos en la bulla de la soledad. Quedó el parque sin bullicio y Molviedro mudo. No hubo rampla. ¿Cabe mayor penitencia? No hay sevillano vivo que haya conocido mayor desgracia. Ni Antonio Fernández Pérez (Sevilla, 1929) ni Luciano Rosch (Sevilla, 1925) pueden contarnos algo parecido. Ellos pudieron acudir a los templos porque en la hasta ayer peor Semana Santa de la historia estuvieron las iglesias abiertas, estuvieron los pasos montados, se oficiaron eucaristías ante las imágenes de nuestras devociones. Pudieron al menos acudir de la mano de sus padres a descubrir el rostro de la Macarena con la que un día nos enseñaron a abrir cada Semana Santa. Nosotros ayer no pudimos. Nos vetaron ser niños carráncanos de la ilusión y la inocencia. Algún día nos corresponderá pronunciar el relato de una derrota. No porque nos fueron vedados los pasos. No, no se trata de eso. Ni de los horarios e itinerarios. La Semana Santa de los consumidores puede ser vivida en el teléfono móvil, en la pantalla del televisor o en la del ordenador. Es sustituible. Ayer se nos arrebató compartir las mejores horas del año con nuestros seres queridos en los templos, en las calles y en las tabernas.

Se nos birló la Semana Santa insustituible, la que se renueva cada año por el doble y hermosísimo contacto con las personas y las imágenes. En el bombo de la historia estaba la bola negra de la Semana Santa del coronavirus y nos cayó en 2020. Y estábamos todos en el salón del sorteo. Los claveles rojos del Cristo del Amor y los blancos de la Amargura se quedaron en los cubos del agua fresca de nuestra ilusión. Los adoquines están hoy huérfanos de chorreones de cera. Los barrios, el centro, la Catedral, las avenidas, las calles, las casas... Todo cerró por pandemia. Por la peste de este siglo XXI. Por una peste sin ratas, invisible, pero igualmente con miles de muertos. Una peste que nos ha privado de los mejores días, que nos ha obligado a rezar ante las estampas, altares itinerantes, y que nos condena a ver pasar las horas más gozosas ante películas y libros del pasado. No hubo Semana Santa para los sevillanos del 33. Y no hay consuelo para los de 2020. Somos unos desgraciados. Nos ha tocado la bola negra. Abracemos la cruz de este Domingo de Ramos, del Lunes, el Martes y el Miércoles Santos, ayunos de imágenes a las que implorar en la calle. No pensemos más allá. Recemos por las víctimas, pidamos por los contagiados. Es el tiempo que nos ha tocado vivir y que algún día nos tocará contar.

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