El costalero interino. Microrrelatos de Semana Santa

La Verónica

Su silencio los acompaña, como una ofrenda.

Su silencio los acompaña, como una ofrenda. / Rafael Alcázar

Hay una adolescente apostada en una calle del camino de ida de la cofradía. Una de esas calles con poco público, algo desangeladas, que no aparecen en ninguna guía. Ha llegado cuando el Señor ya ha pasado, y se irá antes de que venga la Virgen. Mira a los nazarenos en silencio. Y su silencio los acompaña, como una ofrenda. Solo un espectador especialmente sagaz notaría que los ojos de un joven nazareno han avivado su brillo al verla a lo lejos, aunque no desvíe la mirada del frente. Ella espera a que llegue a su altura y pare. Lo mira y lo remira, como comprobando que todo está bien. No dice nada. Aunque, cuando el nazareno empieza a andar otra vez, es posible que haya susurrado unas palabras apenas audibles, y que bien podrían ser “venga, ánimo” o “buena estación”.

Dos calles más allá lo vuelve a esperar, madre reciente, con un carrito y un bebé.

La cofradía acaba de salir de la carrera oficial cuando la vemos de nuevo. Lleva al niño, de unos cinco años ya, cogido de la mano, y le dice: “mira, ese es papá, pero no puede saludarnos, tírale tú un besito”.

Con la cofradía de regreso, ese niño es ya un adulto que ha colocado la silla de ruedas de su madre en primera fila, para que pueda ver bien a los nazarenos. La viveza de sus ojos es la misma de aquella adolescente que descubrimos al comienzo del itinerario.

Y al entrar, justo cuando la cofradía enfila la puerta del templo, solo el mismo ojo entrenado que esta tarde percibió aquel cruce de miradas detectaría ahora una sutil ausencia en la fila de espectadores. Pasa a nuestro lado uno de los nazarenos más veteranos de la cofradía, que nunca ha dejado de mirar al frente. Quizá sea el reflejo del cirio, pero se diría que hay un brillo húmedo en sus ojos.

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