El niño se puso a ordenar en pleno agosto sus tesoros cofrades. La eternidad a cuentagotas de las sillas de la Avenida habían dado para mucho aquel año: ochenta y seis medallitas, trescientas diecinueve estampas, picos durísimos ya, y la bola de cera más grande de la carrera oficial. Pero, nada más sacarla de la caja, la bola empezó a derretirse. Y de su interior salió aquel señor de marrón de la silla de al lado que todos habían echado de menos desde el Miércoles Santo.
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