'Qué regalo nos tenía guardado el Señor'
Las Penas de San Vicente culmina 150 años de historia con una procesión memorable
El sentido de la medida, la armonía y la cercanía marcaron seis horas de belleza en el regreso a su templo
La Catedral de Sevilla celebrará este año San Clemente un día después
La felicidad es el menos abstracto de los conceptos, porque se alcanza sin baremos ni medidas; huye de cualquier unidad que procure encapsularla y definirla. La felicidad sencillamente sucede, brota, y se manifiesta en gestos puntuales que, además, son inevitables: la manera de estar, el modo de caminar, el acto de sonreír.
Pero, además, la felicidad atesora una virtud que es inexpugnable: se contagia. Su transmisión es electrizante y sugerente; la buscamos y nos encuentra. Por eso ayer, cuando aquella alta cruz de guía asomó por la Plaza de San Pedro, todos guardamos un silencio tácito pero alegre. Ayer no había densos capirotes negros, ni antifaces hondos, ni colas arrugadas por el tiempo y las primaveras. Aunque quisiéramos imaginarlos, como queriendo engañar al calendario, todos los esquemas se nos descompusieron contemplando las sonrisas de aquellos hermanos. Eran sonrisas sinceras, sin muecas forzadas ni gestos impostados. Eran sonrisas de inmensa felicidad.
Las razones eran muchas: la presencia del Señor en la calle, el clavel desmayado por la peña, su cuerpo delicadísimo y ejecutado al óleo de otra ciudad, el orden y equilibrio del cortejo, la quieta y natural armonía de un paso inapreciable, la casi divina interpretación musical que no daba lugar a respirar pero sí a desvanecerse, el quedo murmullo de un público que, más que saber, deseaba estar allí... Pero la razón primaria y elemental era cumplir. La felicidad de todos ellos se sustentaba en cumplir el mandato heredado de perpetuar todo un corpus emocional, identitario, artístico, devocional, que vertebra no solo su ser: también su propia vida. Y nuestra felicidad era acompañarlos, sin más; respaldando con nuestro respeto, nuestra entrega y nuestro agradecimiento este inolvidable cumpleaños.
Dijo aquel que la Semana Santa parecía mejor contada que vivida. Quizás nuestro espíritu sureñamente barroco, que tiende invariablemente a la hipérbole, nos permitiría trazar con palabras y metáforas la procesión extraordinaria de Jesús de las Penas. Podríamos decir que generó a su alrededor una dimensión propia, donde el tiempo pasaba más lentamente y las cosas eran gravemente más bellas; que la densidad del aire nos comprometía el pecho y la garganta; que las cofradías sin público contravienen su más primitiva concepción y que en el diálogo y la comprensión de todas las partes está el equilibrio; que los barrios de San Vicente y San Lorenzo volvieron a ser eso, barrios vivos aunque fuera en una imaginación traicionera; que por Cardenal Cisneros nos reencontramos con esa fiesta en la que crecimos y por la que ajustábamos nuestro ritmo vital, una fiesta compuesta exclusivamente por la manifestación más brutal y más natural de los sentidos. ¿Cuándo decidimos desplazar y orillar la sincera expresión de los sentidos? ¿Cuándo sustituimos por cartón y por consumo la virtud tan diferencial de los sentidos? ¡Si es todo lo que somos!
Infinitas crónicas pudiéramos escribir sobre esas seis horas de plenitud en las que Sevilla conoció una de sus procesiones más memorables. Bajando por la Cuesta del Rosario un hermano suspiraba: "Si es que no queremos que se haga de noche..." Y otro replicaba: "Qué regalo nos tenía guardado el Señor". Flotando en una nube de claveles y respiraciones entrecortadas, aquel Jesús caído arrastraba consigo nuestras dudas y certezas. El cielo se encendió, coloreado de ciencia ficción, como de otro planeta. Pero era el nuestro. No se ha inventado aún el color para esa atardecida. Supongo que ese es el cielo que nos tiene prometido Jesús de las Penas.
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