Opinión

La Semana Santa de Sevilla: cuestión de sociedad

Una monaguilla de la Borriquita reparte caramelos

Una monaguilla de la Borriquita reparte caramelos / José Luis Montero

"Perdonad, pero hay sus opiniones". Con esta auténtica sentencia -o declaración de intenciones- arranca uno de los libros más preclaros que han procurado descifrar o interpretar la Semana Santa de Sevilla, una de las fiestas más señaladas de toda la etnografía andaluza y sus prácticas comunitarias. Siglos de historia han ido modulando sus infinitas manifestaciones insertadas en todo un microcosmos: regímenes políticos más o menos polarizados, desastres naturales, epidemias, guerras. A pesar de todo, ha sobrevivido incluso a sí misma y a día de hoy se nos devuelve como un milagro de la creación humana con base en la religión pero expresada en multitud de prismas. 

Hay sus opiniones, efectivamente, y añadimos: interpretaciones. Sin desligar su raíz puramente espiritual, la Semana Santa, por méritos propios, ha trascendido su propia concepción con el paso de los tiempos y se consagra como un "hecho social total" en el que todos participamos, independientemente de nuestra condición social, rentas, geografías e incluso creencias. No descubrimos nada nuevo, en efecto. Aquel viste la túnica con su fe en duda, el otro participa con su instrumento y ese sencillamente la descubre como un rito compartido. Todas las propuestas son válidas y de igual manera aceptables, pero creemos que en este contexto tan vertiginoso la fiesta se enfrenta a un dilema que ha roto su condición de intocable: la propia sociedad. 

La calle Reyes Católicos espera al paso del Soberano Poder de San Gonzalo La calle Reyes Católicos espera al paso del Soberano Poder de San Gonzalo

La calle Reyes Católicos espera al paso del Soberano Poder de San Gonzalo / José Luis Montero

Está claro que no se entiende la Semana Santa sin el cómputo global de la sociedad en todos sus capítulos históricos: la lucha contrarreformista, las corrientes ilustradas, la quiebra napoleónica, los absolutismos, el resurgir decimonónico, el esplendor regionalista, la austeridad de posguerra. La explosión de la Transición. Diferentes sociedades que han sabido convivir con una fiesta que detenía toda una ciudad. Pero ahora la sociedad ha cambiado. O quizás esa impresión extrapola con la irrupción imparable de las tecnologías, herramientas eficaces y admirables en ocasiones pero nocivas en otras. 

La sociedad cambia, y a marchas forzadas, sin lugar a la reacción y a la reflexión. Y todos asumimos parte de la culpa. Ahora, en este momento de esplendor, de pujanza y de salud del que gozan las cofradías, carecemos de lo que más deberíamos presumir: de respeto. De saber convivir. De estar y ser en comunidad. De coexistir cada uno en sus particularidades y sus motivaciones. Honestamente, la cuestión de las flores, las bandas, las coreografías, los costales y los itinerarios pueden convertirse en la hojarasca que nubla un absceso bastante más delicado y de difícil sanación. El respeto entre semejantes. Y, lo más lamentable, en actos que se reproducen en el día a día: el ceder el paso, el increpar a aquel que comente un error en lugar de ayudar a solventarlo, el desprecio a los niños y a los mayores. Todo ello se traduce en lo que, a posteriori, tratamos como algo reprobable: abucheos a un paso, la apropiación de un espacio público, la lesión a un músico, la ruptura de un cortejo de nazarenos. 

Un nazareno de San Benito reparte estampitas Un nazareno de San Benito reparte estampitas

Un nazareno de San Benito reparte estampitas / José Ángel García

¿Que ha existido siempre? Es posible. Pero el problema se magnifica con la aparición de las redes sociales, esa dimensión en la que todos nos pensamos irremplazables y esa identificación la traspasamos al mundo real. El virus de la posesión de la verdad absoluta, la egolatría desmedida que nos mata como seres en colectividad. Y esas condiciones deplorables revierten directamente en la fiesta y en todo lo que la rodea. El considerarla un espectáculo banal que consumimos internamente sin detenernos a contemplar qué subyace tras sus luces y sus formas, la apropiación de una manifestación inmensa que creemos nuestra y que podemos ajustarla a nuestro más primario antojo. 

Error. Error mayúsculo. Los debates sobre los asuntos estéticos, visuales y logísticos de la Semana Santa son necesarios, y además nos alimentan la espera, la ilusión por un nuevo Domingo de Ramos. Y permanecerán siempre porque son cíclicos. Y tienen solución. Pero si entre todos no nos respetamos estamos matando la razón de ser de la fiesta: la gente, el pueblo. Todo lo demás surge después. Aquí no hay sus opiniones. La Semana Santa de Sevilla: un respeto. Por ti, por mí, por todos. 

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios