tribuna de opinión

El Crucificado del tiempo eterno

  • El autor evoca el descubrimiento, siendo niño, del "mejor crucificado que dio Sevilla a la historia de la escultura española", el Cristo de la Clemencia, esculpido por Martínez Montañés

El Crucificado del tiempo eterno

El Crucificado del tiempo eterno

En estas tardes previas de la Navidad, recorriendo las calles de la ciudad, inundadas ya del escenario prenavideño, con el olor intenso que fluye desde los puestos ambulantes de las castañas, las largas colas de la lotería en la calle Sagasta, los escaparates de la Campana y de la calle Sierpes, anunciando la venida del Niño Dios, el café de la tarde en Catunambú, parada crucial de las múltiples compras de Navidad, con el deleite de sus deliciosos calentitos, los reyes que se asoman ya en los balcones de esquina a Sagasta, como testigo de la numerosa masa de viandantes que recorren Sierpes hasta la plaza de San Francisco, con el telón de fondo de la Giralda, me hace pensar en el tiempo inmóvil, en el tiempo eterno, esos episodios que quedan en la mente, rememorando los momentos vividos de la infancia y que reencuentras en estos días actualmente más extensos de la Navidad. Son los tiempos del recuerdo, del pretérito que se hace presente, de las imágenes vividas que se muestran a su vez cotidianas, de vivencias experimentadas que no han cambiado con el paso de los años; son deleite del gusto del pasado que como un terroncillo de azúcar endulza el sabor de la vida, convirtiéndose en constantes vitales, que en sí misma supera los malos pesares que experimentamos a lo largo de nuestra existencia.

Y es que una escena, que queda envuelta como regalo navideño, que pudo ocurrir en tu infancia, puede seguir perteneciendo a ese presente eterno, que queda ya en la esencia de tu vida. Sólo puedo recordar algunas escenas fragmentadas de una tarde de hace ya más de cuarenta años, en la que iba paseando por la Avenida de la mano de mi madre, en una de esas tardes prenavideñas, en la que ya me contaba que pronto llegarían unos Magos de oriente, que me traerían regalos como habían traído unos siglos antes al Niño Jesús. Nunca había pedido nada especial a mis padres, recuerdo que mi carta se llenaba sólo de alguna solicitud de algunos libros de algunos escultores o pintores en la que había comenzado a admirar y que me llevaría a dedicarme a mi futura carrera profesional como historiador del arte. Recuerdo, a su vez, que comenzó a llover y entramos en el interior de la Catedral, que entonces no estaba inundada de turistas ni de gentíos, presidida de un silencio que la altura de sus naves, entre tinieblas, me abrumaba desde mi mente de niño. No cabe duda que la única persona que en estos años conocía mis gustos, mis inquietudes, mis emociones, era mi madre. Sabía mis pretensiones, ya desde entonces, de convertirme en historiador del arte, sabía cómo admiraba cada rincón de la ciudad, que había ido descubriendo con ella en infinidad de visitas, y sabía sin duda, aunque nunca me lo dijo, lo que iba a disfrutar aquella tarde de lluvia en la que iba a encontrarme con una de las experiencias que quedan en la retina.

Y es que cuando cruzamos el interior de la Catedral, admirando sus altares, llegamos a una capilla cerrada, sombría, sólo iluminada con una leve luz que había entrado por una pequeña rendija, rompiendo la tónica de la penumbra que invadía el recinto. De pronto me encontré solo, no encontré a mi madre, pero mi curiosidad se impuso, al observar que en aquella capilla había una imagen que en la penumbra no podía reconocer. Aprovechando el momento en que un canónigo abrió la puerta, me pude colar, y con la curiosidad de un niño, me pude acercar y descubrir un magnífico crucificado. Con temor, miré hacia arriba, recorrí la excepcional anatomía de su cuerpo, sus cuatro clavos, su excepcional paño de pureza, su exquisita textura, y cómo no, su mirada, la fijeza de un rostro, que inclinado su cabeza dialogaba con tu interior. Había descubierto, sin saberlo, al mejor crucificado devocional realizado en Sevilla, el que llamarían con los años Cristo de los Cálices, el Cristo de la Clemencia. Me empiné, y como estaba acostumbrado de cofrade, le besé los pies. No cabe duda que no quedaría impune ante tal descubrimiento, salí corriendo de su capilla, y me volví a encontrar a salvo en el cobijo de mi madre.

Han pasado muchos años desde que transcurrió esta escena del tiempo eterno, de la fijeza de la vida que no transcurre, que queda en tu presente, y me ha vuelto a la memoria, cuando he tenido la oportunidad de reencontrarme con el Cristo de mi infancia en la maravillosa exposición que el Museo de Bellas Artes de Sevilla ha dedicado a su creador, Martínez Montañés. Aunque ya no está mi madre conmigo, ya no me puede acompañar, la contemplación del Cristo me ha llevado a recordar aquella tarde otoñal, parecida a la que hoy me encuentro, con alguien especial que me acompaña, y que puedo relatar cómo la imagen fue realizada para el arcediano de la Catedral Vázquez de Leca, como soporte de diálogo entre Cristo y su persona, en la que pudiera besarle los pies, los clavos, siguiendo el espíritu franciscano, cómo el genio alcalareño concibió el modelo que posteriormente Juan de Mesa traduciría en la confección de la imaginería procesional, y cómo el mismo Montañés volvería a realizar otro Crucificado con el mismo fin, el hoy conservado en la iglesia del Santo Ángel. Sin embargo, lo que más quise compartir aquella tarde con mi acompañante fue que, sin yo saberlo, mi madre me había hecho el mejor regalo de Reyes que podía hacerle a un niño sevillano, descubrirle el mejor crucificado que dio Sevilla a la historia de la escultura española. Aquel Crucificado en que el tiempo no pasa, como aquellas escenas de la vida que quedan en la esencia del propio ser.

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