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  • Testimonio. Estudió Ciencias, regentó una histórica taberna y ha escrito poesía. La vida y la obra de Joaquín Castro en un libro editado por su hijo Javier que se presentó en el Ateneo

De izquierda a derecha, Antonio Molina, José Vallecillo, Joaquín Castro y Javier Castro, su hijo.

De izquierda a derecha, Antonio Molina, José Vallecillo, Joaquín Castro y Javier Castro, su hijo. / Juan Carlos Muñoz

Al final dejó su rúbrica. "Les quedo muy agradecido. Son todos unos excelentes amigos". Apenas habló Joaquín Castro, lo hizo por boca de quienes propagaron sus versos, su bonhomía en el homenaje que le preparó su hijo Javier en el Ateneo. "No es fácil llenarlo", dice José Vallecillo, de la sección de Literatura de la docta casa. Joaquín es el tabernero-poeta, figura literaria digna de estudio. Con la complicidad de Rafael Becerra, que estudió para cura en Salamanca, la taberna se convirtió en tabernáculo.

Un joven poeta que nació el 22 de junio de 1932 en Segura de León, Badajoz, de padre gallego, ascendencia presente en los versos gallegos que incluye en el libro Miradas desde el alma (Punto Rojos Libros), idea, maquetación y coordinación de su hijo Javier. La voz de la estirpe sonó en el idioma de Rosalía gracias a Alejandro Salas, coruñés de nacimiento, alumno del máster de Escritura Creativa que dirigió Antonio Molina Flores, presentador del acto. Sonaban los versos gallegos del homenaje que Joaquín le hacía a Alberti y uno se imaginaba al poeta de El Puerto haciendo el paseíllo en Pontevedra.

Casa Joaquín, una de las cuatro estaciones de la tertulia de Cuadernos de Roldán

Quintina Falcón y Paula Garvín se alternaron en la lectura de algunos poemas de Joaquín Castro. Su hijo Javier lo ve más como poeta, por eso no ha incluido textos en prosa. Poeta es el hombre que conserva en sus ojos la mirada del niño. El niño que nunca ha dejado de ser Joaquín. El que se matricula en Ciencias en 1949 en la calle Laraña y lo deja en tercero al fallecer su padre, el que lo hizo gallego de la Alameda; el que el 21 de octubre de 1960 se casa con Mari, que asentía desde su asiento a todo lo que se decía sobre Joaquín, incluso cuando alguien hablaba de la "proclividad al fragmentarismo".

La vida de tabernero de Joaquín Castro empieza en un local llamado La Elegancia, virtud que atesora a espuertas. Casa Joaquín fue una de las cuatro estaciones de un Vivaldi cantaor de Cuadernos de Roldán. Las otras eran Casa Marcelina, la taberna de Roldán a la que deben su nombre estos cahiers sin cinemà desde que les cerraron el Ideal, y La Palma de Oro de Rafael. El bar donde le hicieron un homenaje a Saramago, a quien Joaquín tuvo ocasión de conocer en Lisboa cuando Cuadernos de Roldán llenó tres autobuses de tabernícolas hasta la capital portuguesa.

La edición ha corrido a cargo de su hijo Javier, que mantiene el testigo en la taberna paterna

La poesía es la ciencia que nunca abandonó Joaquín. La que permite formular ecuaciones tan hermosas como la que dice que el amor es la única guerra en la que vale la pena perder. Javier Castro hace el prólogo y el epílogo al padre poeta, estampa manriqueña de una emoción filial comparable a los versos que Agustín García Calvo dedicó a su progenitor en el libro de endechas Relato de amor. Antonio Molina le hizo novillos a Pérez-Reverte para glosar la poética vitivinícola de Joaquín Castro, fortaleza de afectos. Molina aparece en la cuadrilla de colaboradores que completan Salvador Compán, Francisco Gallardo -su madre fue íntima amiga de la mujer de Joaquín-, Francisco Núñez Roldán, Germán Villa, Juan Carlos Téllez y quien suscribe. Con la presencia póstuma de un dibujo de Abelardo Rodríguez, el juanrramoniano profesor de Filosofía del San Isidoro.

El tabernero-poeta salió del acto convertido en poeta-tabernero. Tansformó el vino de sus versos en néctar para paladares exquisitos en los que sonaban ecos de José Ángel Valente, Celso Emilio Ferreiro o Thomas Mann. Carmen Laffón en un libro de Cuadernos y Manuel Salinas, vecino de Joaquín, en el patio de butacas. Joaquín es niño de la República y por eso rinde tributo a los exiliados que nunca volvieron a ver las plazas de sus pueblos.

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