Réquiem por el bar Laredo

La Noria

La destrucción del último viejo café de Sevilla, tolerada por el Ayuntamiento y la Junta de Andalucía, ilustra cómo los discursos políticos sobre el patrimonio histórico chocan con los intereses de quienes dicen defenderlo

Réquiem por el bar Laredo
Réquiem por el bar Laredo

13 de julio 2008 - 05:03

ENTRE greguería y greguería, don Ramón Gómez de la Serna, que de la materia en cuestión sabía bastante, dejó dicho del café, de cualquier café urbano, que es "la vida interior de la ciudad como ciudad". Nada más cierto. Sobre los cafés hay, casi se diría, un exceso de literatura. Y no siempre buena: cantos en favor de la amistad y la fraternidad universal que repentinamente surge entre sus mesas; crónicas sobre las pugnas sociales, escenificadas en la simple distribución del espacio disponible para un salón de té, e historias de amor que empiezan en grandes sillones corridos de terciopelo rojo y terminan en el juzgado. De todo un poco.

George Steiner decía que la historia de Europa puede seguirse, mejor que en cualquier libro, sobre el mapa imaginario que agruparía a ciertos cafés donde pasaron cosas, estuvieron determinadas personas o alguien pensó determinada teoría que, a la larga, terminaría cambiando el mundo. Templos de la vieja ilustración y del hedonismo sutil. Espacios excelentes para la conspiración consuetudinaria. Iglesias casi pequeñoburguesas, en definitiva. Hogares temporales de tantos genios y refugio de un largo sinfín de locos. Todo esto son los viejos cafés. Cuanto más viejos, casi mejor.

Si la aseveración de Steiner fuera cierta, no deja de resultar paradójico que en Sevilla, que siempre fue una urbe europea por la vía de dejar de serlo en determinados momentos (esa forma de ser que consiste en la negación de ciertos principios), ahora que algunas cosas han venido a acercarnos (en unos casos con mayor fortuna; en otros con peor suerte) al Viejo Continente, hayamos hecho dicho tránsito matando al último de los vetustos cafés que todavía quedaba más o menos vivo en el Casco Histórico. El viejo Laredo. Intrahistoria de Sevilla escrita, como tantas veces, por foráneos. En este caso, de estirpe jándala.

Pues sí. Lo han matado en plaza pública (algunas firmas influyentes sólo se han dado cuenta de lo que trataba la vaina, como dicen en Colombia, a última hora, pero el asesinato, del género patrimonial, y en primer grado, estaba anunciado desde hacía bastante tiempo) sin que los lamentos, qué curioso, terminen de brotar más que cuando la cosa ya no tiene remedio.

DEJAR HACER

Porque difícil arreglo tiene la desaparición del último viejo café sevillano, como dijera el tango. Un atributo (el de viejo) dicho sea en el más noble sentido de la palabra. Porque el Laredo, al que tantas crónicas del añejo costumbrismo hispalense alzaron a los altares de la Sevilla canónica, en realidad, ni estaba protegido ni tenía guardián que lo cuidase. Mejor dicho: parecía contar con cientos de adoradores y vates que elogiaban sus vistas y su fina estampa clásica, pero en realidad estaba muy solo. Sin apenas verdaderos defensores de su estilo, en desuso en estos tiempos del café azucarado en vaso de plástico. No sirve de nada ya lamentarse en demasía de semejante pérdida, sino reflexionar sobre la facilidad con la que esta ciudad tan pronto te coloca en un altar como te dejar caer al abismo sin más miramientos. La muerte del Laredo es una metáfora de la vida entendida a la sevillana manera: falsa e hipócrita en las victorias; cruel y displicente frente a las derrotas.

El finado (alguno nunca lo llamaron café porque no tomaban dicha bebida en su interior, sino otras variantes espirituosas) ha pasado a mejor vida gracias a un hostelero de los que dicen ser toda una institución en la ciudad (Quevedo ya advirtió del peligro y el escaso perdurar de la fama terrena) y de la dejadez, consciente, por otra parte, de la Junta de Andalucía y del Ayuntamiento hispalense, que otorga premios a otros negocios de hostelería por su larga tradición siendo, en cambio, incapaz de mantener vivos otros bares ubicados precisamente en edificios de titularidad pública. Tres actores para un sainete del que esta ciudad sale, una vez más, sin una parte de su alma más silenciosa, mientras quienes contemplan la pieza teatral (la vida es puro teatro) simulan lamentarse por un daño del que han sacado partido o con el que han consentido, pero del que ninguno quiere aparecer como colaborador. Ya se sabe: la destrucción de la ciudad siempre tiene nombres y apellidos. Pero todos gustan de darle la vuelta a las cosas para que la historia no perpetue esta imagen.

El Laredo fuese, como en el soneto con estrambote de Cervantes, gloria de la literatura de ocasión, y no hubo nada. O mejor dicho: hay ahora un local donde no queda nada de la vejez y nobleza de antaño. Todo es aparente opulencia, postres con crema y carteles que pregonan el nombre del nuevo propietario al que ni la Junta (en concreto la Comisión Provincial de Patrimonio, cuya función es ignota) ni el Consistorio (que dio la licencia de obras) han querido obligar a hacer las cosas de otra forma para evitar así lo que ha sucedido: el fin de una época en la que podía mirarse la Giralda desde abajo tomando un café. Estrecho, pero también feliz. De nada sirve ahora enviar a los pobres inspectores ni culpar a otros (como hace Cultura) de lo que uno mismo pudo impedir. Podía y debió evitarse. No se hizo. Sus discursos sobre el patrimonio inmaterial de la ciudad son papel mojado. Una burla que ya no hace gracia.

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